jueves, 18 de febrero de 2010

MATAR A LA MADRE

Me parece necesario y comprensible...tener que postear este articulo de Cesar Hildebrandt una delicia...

“El amor es bueno, pero el dinero es mejor”, ha dicho Elizabeth Espino Vásquez, asesina de su madre, Elizabeth Vásquez Marín.

No sólo se trataba del seguro de vida por 100,000 dólares, que la esperaba a la vuelta del crimen, sino del disfrute de un patrimonio creciente que ella había decidido rematar apenas pudiera.

Hipócritas, algunos fabricantes de editoriales llaman “horror” al crimen de la Espino, “espantosas” a las circunstancias que lo rodearon, “escalofriante” a la confesión de la matricida.

Pero hace muchos años que la señorita Espino construyó, para ella y para sus coetáneos de generación, un paradigma perverso de sociedad y de mundo: aquel en el que la ética está desterrada, la generosidad resulta aburrida, la decencia es una incomodidad y el amor puede ser una frase bien dicha “un 14 de febrero”.

Tuvimos a Sendero, la guerrilla más salvaje y radical de América latina. La tuvimos porque la merecíamos y porque a un país anacrónico tenía que infectarlo una guerrilla anacrónica.

Para combatir a Sendero, entonces, construimos a Fujimori, cabecilla de uno de los regímenes más infames del continente. Es decir, combatimos el crimen con el crimen, el maoísmo mutante con los Colina.

De todo eso bebió la señorita Espino. Pero eso no sería lo peor.

Lo peor sería la impunidad, esa nube de asbesto que nos corrompe por dentro.

¿Un ladrón evidente podía regresar a la presidencia? Sí, podía. Tanto podía que hasta llegaría a trabajar junto a Mario Vargas Llosa en un proyecto altruista.

¿Un Fujimori reciclado podía obtener la amnesia de muchos y el voto de no pocos en las elecciones? Sí, podía.

¿Un alcalde y presidente regional ladrón y fascista podía evitar la cárcel y ampliar, al infinito, sus aspiraciones? Sí, podía. Podía y puede.

¿Y podía jurarse “por Dios y por la plata” y seguir asistiendo al Congreso? Claro que se podía.

¿Y podía, desde el municipio de Lima, robarse caudales públicos en sobrevaloraciones cuantiosas y seguir ostentando un índice de popularidad y aprobación estratosférico? Desde luego que sí.

¿Y podía un lobista con pasaporte americano hacer dinero negro desde el cargo de primer ministro al lado de un presidente que se había ido de putas e inhalado cocaína según un documento policial? Definitivamente, se podía.

¿No abundaba la dignidad en el Perú? No, no abundaba.

Y si todo se podía, ¿también se podía ser como Robinson González y no morir (civilmente) en el intento? Sin duda.

¿Y se podía ser como los Wolfenson, como los Winter, como el señor Crousillat, el que se moría del corazón y ahora se va a Buenos Aires a pegarse los tiros del crepúsculo? Se podía.

Y los que trabajaron con Umberto Jara en “Hora 20”, el inodoro del tardoFujimorismo, ¿podían luego reciclarse y aparecer en Canal 2 haciéndose los posmodernos y los machos cabríos sin memoria? Hombre, ponga usted Canal 2 a las 11 de la noche y ya verá.

¿Y se podía ser Lúcar y volver como líder de opinión? Sin lugar a dudas.

Y mientras eso sucedía, la televisión, que se había vuelto pupila de “Las Cucardas” y cobraba la felación a destajo, sólo sacaba cadáveres violentos, huérfanos de incendios, violaditas de arenal, desbarrancamientos multitudinarios.

De modo que la señorita Espino creció viendo la sangre de la Musiris, primero, y la sangre de la Fefer, después, y, en medio, la sangre de la mamá de la Llamoja, la sangre que los marcas dejaban en cada hazaña, para no hablar de la sangre memoriosa de Tarata, de las fosas comunes llenas de inocentes acribillados, del niño de 8 años asesinado en Barrios Altos.

Como marco de toda esa lección, como pedagogía general, digamos, vino después el “sálvese quien pueda” del liberalismo en dosis de truhán, el “vale todo” de la vieja cultura combi, el “arriba las manos” de los que “la hacen” rematando el país a quien pueda pagarlo (aboliendo todo concepto de Estado, de estrategia nacional, de industrialismo propio).

Y ahora vienen a decirnos qué horrible, oiga usted, alguien que mata a su madre por dinero.

No, hombre, nada de qué horrible. La señorita Espino hizo lo que el sistema de valores aconseja. Que su madre estuviera de por medio resulta una incómoda anécdota, es cierto, pero aquí el asunto es que vivimos en un país persuasivamente anético.

El Congreso, el Poder judicial, el Tribunal Constitucional, los partidos políticos: todo en el Perú parece estar pudriéndose y ser parte del problema.

El matricidio es, al final de cuentas, un hecho personal y diminuto frente al crimen de haber matado al Perú como identidad posible de todos.

miércoles, 3 de febrero de 2010

QUE NO SEA UN SUEÑO

Muchos días pueden ser inolvidables para un chico como yo, días de fiesta, de celebración desmedida; días de tristeza, esas de lamentos interminables y días de júbilo esos de felicidad desbordante, de satisfacción inacabable, esos días que uno quisiera que nunca acaben, que nunca se termine. Y si terminan estar seguro de que vuelvan a pasar lo antes posible.
Hace 8 meses que tengo una razón para que mis días sean mejores, hace 8 meses que el día a día se ha vuelto una novela de aventuras constante, con finales de capítulos felices, con pies de pagina que nos hacen recordar nuestras falencias, con títulos que destacan nuestras virtudes, con sollozos y lamentos, con regocijo y sonrisas, y con todo lo que uno puede llegar a imaginar, en una novela cuyo final no está escrito y no quiero saber, pero que muero por seguir viviendo…
Es asombroso como uno puede darse cuenta, en tan solo un instante de lo favorecido que puede llegar a ser. En una sola noche por decirlo así, he experimentado, eso de lo que miles de profetas de miles de religiones hablan, la felicidad plena. Es un instante, son unos minutos..no sé, no quise gastar energías en saber cuánto duró.
Es difícil describir ese momento, se puede decir que en una noche como esa todo es bello, armonioso, perfecto, como si fuera un sueño. Me siento en la cabecera y contemplo la belleza que me rodea y sobrecoge. Veo un libro que ella me regalo, un libro cuya historia escribió ella misma, una tarjetita que hizo con sus propias manos, recuerdo sus consejos, sus palabras de aliento, su llanto encandilante, cada pequeño detalle que revela su talento natural para embellecer todo lo que toca y de paso para embellecer mi vida que ella decidió tocar para mi inmensa fortuna.
No me la creo, me quedo un poco pasmado y maravillado mirándola, como si quisiera asegurarme de que no estoy soñando todo eso, de que los dioses me han premiado con esa noche colmada de armonía, paz, amor y belleza, sobre todo belleza, más de la que merezco, más de la que soy capaz de mirar sin sentirme un poco embriagado. Esta tiene que ser la noche más feliz de mi vida, no cabe duda alguna.

No tengo idea de si será la última noche, mis sueños de choques y tragedias me quitan la decisión pero si fuese la última, no tengo derecho a quejarme, fue perfecta y no podría haber tenido una despedida más hermosa, relajada, risueña y suavemente feliz, una felicidad que no está hecha de palabras ni de música ni de estruendos ni de sonido alguno, una felicidad que se agazapa en las miradas, se dibuja en las sonrisas, se esconde en los bocados que saboreamos, en la certeza implícita que compartimos: que somos exactamente la pareja que hubiéramos querido ser de haber podido elegirnos y que no nos sobra ni falta nada y que eso que somos, eso que hemos logrado ser, nos deja contentos y en cierto modo orgullosos, porque presentimos que, contra todo pronóstico, somos felices. Y sabemos que juntos seremos capaces de encender la hoguera del júbilo discreto, de la tranquila felicidad que no se nombra.

Al final de la noche, me invade una cierta tristeza porque sé que, luego de nuestra última conversación, es improbable que se repita una noche tan perfectamente bella como la que ahora languidece entre nuestros bostezos, y tal vez por eso me siento obligado a decirle, al despedirnos, abrazándonos, besando sus labios, que ha sido la mejor noche de mi vida y que no la olvidaré. Pero siempre que digo que algo es inolvidable, recuerdo que no depende de uno recordar los momentos felices y que quizá un día no recuerde esa noche ni recuerde nada más, y quizá ese día esté ya muerto, a punto de chocarme o no todavía, por eso siempre que digo que no olvidaré esto o lo otro siento que hay algo de mentira o de promesa incierta en la declaración sincera de mis intenciones.
No podría asegurarlo, pero creo que el día en que duerma del todo estaré evocando aquella noche de felicidad con esa mujer que me amó como nadie me amó y que existió a pesar de mí.