EL ARQUITECTO PERSISTE
Ese año fue negro, una sombra sobre mí. Me sentía como un fantasma recorriendo la ciudad que alguna vez amé, separado injustamente de mis hijos. La herida ya estaba abierta. Vivía en París, solo, agotado, al borde de mis fuerzas. Fue la época más solitaria y triste que haya atravesado jamás, una soledad que ni siquiera la ciudad más hermosa del mundo podía iluminar. Había amigos y familiares que intentaban estar presentes, que me llamaban cada fin de semana como quien riega una planta a punto de morir. Pero ni siquiera sus voces podían rescatarme del abismo en el que estaba sumido.
En ese contexto conocí a Jean Pierre. Un hombre fuerte, de mirada franca y un corazón lleno de historias. Tenía la rara cualidad de hacer que todo lo que decía pareciera definitivo, como si en su voz gruesa y pausada residiera una autoridad que no necesitaba ser demostrada. Jean Pierre era un psicólogo de la vieja escuela, un precursor de la arteterapia, algo que iba a descubrir de su mano, y que al principio me pareció un concepto casi poético. Con él, y a lo largo de nuestras sesiones, aprendí a transitar el dolor, a volver a amar, a amarme, aceptar, a vivir la ausencia de mis hijos como un luto. “Debes vivir cada etapa, como en un luto, pasar por la negación, la ira, la depresión y, finalmente, la aceptación. Si no lo haces, estarás condenado a divagar, y vivir divagando no es vivir”, me dijo con esa voz que todo lo abarca.
Jean Pierre solía repetirme que el dolor no se iba a ir, y que su papel no era hacer desaparecer el dolor, sino ayudarme a domarlo. Me decía que el reto no era suprimir la tristeza, sino aprender a vivir con ella, a dejar que se acomode en mi vida sin permitirme ser devorado por su sombra. "El dolor siempre estará ahí", me decía, "pero debes encontrar la manera de asumirlo, de seguir adelante con él, ser funcional y seguir viviendo". Vivir implicaba seguir queriendo, seguir conociendo gente nueva, seguir amando, seguir trabajando; implicaba aprender a tomar el dolor y hacer espacio para otras emociones, hasta que el dolor se volviera un murmullo, y no un grito que ahogara todo lo demás. Y de pronto, ponerle nombre a mi tristeza fue como encender la luz en un cuarto cerrado por meses. Sí, estaba deprimido. No era solo tristeza, no era solo melancolía; era depresión, y saberlo me dio algo a lo que enfrentarme, un adversario al que podría mirar de frente.
Jean Pierre solía reclinarse en su sillón, con su pelo blanco como un faro, copito de nieve pensé, y me decía, medio en broma y medio en serio: "L’architecte persiste", el arquitecto persiste. Jean Pierre sabía que era arquitecto, y usaba esa frase como un recordatorio constante de que yo, como tal, debía seguir adelante, seguir construyendo, aunque todo se viniera abajo. Para él, la idea de persistir era como seguir levantando muros, aún en medio de la ruina emocional. Lo decía como si mi profesión, la arquitectura, simbolizara mi capacidad para mantenerme en pie, a pesar de todo, de resistir y de seguir moldeando mi vida, aunque con la incertidumbre de que lo construido pudiera colapsar en cualquier momento.
Hablábamos de todo, de mis hijos, de mis tormentas, de la actualidad política francesa. Tenía opiniones fuertes, Jean Pierre; era un hombre de izquierdas, con un desprecio tan profundo por Macron que lo llevaba a alzar la voz como si estuviera discutiendo con el propio presidente. Era imposible no dejarse arrastrar por sus discursos apasionados. Pero lo más inolvidable era la forma en que escuchaba, cómo me devolvía cada una de mis torpes palabras convertidas en algo nuevo, algo comprensible, algo que podía empezar a sanar.
Recuerdo vívidamente cuando, después de una larga conversación sobre el amor y la familia, me dijo que al hablar de mis hijos le hacía pensar en los suyos, y en cómo el amor, en su forma más pura, no necesitaba ser entendido, sino simplemente vivido. Sus ataques de tos eran parte de nuestras sesiones; interrumpían el flujo de la conversación como campanadas, como si de alguna manera marcaran el paso del tiempo. Era extraño ver a un hombre tan fuerte, tan vital, ser vencido momentáneamente por su propio cuerpo, y volver luego a hablar con la misma firmeza de siempre, como si nada hubiera ocurrido.
Hacia el final de nuestras sesiones, me confesó que estaba enfermo desde hace años. El hombre fuerte, casi invencible, tenía una enfermedad que lo carcomía. Las últimas veces que hablamos, lo hicimos por videollamada. Recuerdo su torpeza para conectarse, para prender la cámara y activar el micrófono. A veces tenía que llamar a alguien, una sobrina, una nieta, tal vez su asistente; nunca lo supe bien. Nos reíamos de su dificultad con la tecnología, como si esos minutos de caos fueran un pequeño recordatorio de que incluso los más sabios tienen debilidades.
Jean Pierre me enseñó mucho sobre arteterapia. Dibujar, crear, canalizar el dolor a través de la creación, haciendo figuras y colores que revelaran lo que uno ni siquiera sabía que sentía. Era un tema polémico, decía, porque no estaba científicamente probado. “Pero, ¿qué importa?” bromeaba con su sonrisa llena de ironía. Una vez pasé una hora entera dibujando pequeños edificios al fondo de un paisaje frente a él. Me observaba atentamente, tomando notas con sus lentes apoyados en la frente, su cuaderno en la mano, como si cada trazo contuviera un secreto que él se empeñaba en descubrir. Al final de una de esas sesiones, lo sorprendí durmiendo, como cuando mi abuelo se quedaba dormido en un banco al sol de una tarde de verano. No me molesté en despertarlo; simplemente lo dejé ahí, reposando en silencio, mientras yo continuaba dibujando.
Hace unos días, intenté llamarlo para corregir una letra de mi nombre en un certificado, algo insignificante. Contestó una mujer, tal vez su sobrina, tal vez su asistente, su nieta, qué más da. Me dijo con una frialdad ingenua que Jean Pierre había muerto. Me quedé en silencio. Sentí un vacío tan grande, un dolor sordo que no supe cómo expresar. Era como si se me hubiera caído el piso, como si se hubiera ido uno de los pocos apoyos que me quedaban, alguien que creía en mí. “Lo lamento mucho, gracias por decírmelo”, respondí, y corté el teléfono. Me quedé allí, parado en medio de mi departamento vacio, con esa sensación de estar a la deriva, otra vez, y me pregunté si ahora tendría que transitar ese luto como Jean Pierre me había enseñado a hacer con mis hijos. Había pasado tanto tiempo desde la última vez que hablamos, nunca le había vuelto a escribir, estaba con tantas cosas encima, sin tiempo para pensar… “esas son excusas” habría dicho Jean Pierre.
Esa noche me quedé hasta las dos de la mañana esperando hablar por videollamada con mis hijos en Lima. Nunca se conectaron. Pero, de alguna forma, la espera me sirvió para pensar en Jean Pierre, en sus lecciones sobre el amor, el dolor, sobre los valores, sobre la forma en que debemos convertir nuestros sentimientos en figuras que nos ayuden a purgar el mal que llevamos dentro. “Lo que hemos vivido hace lo que somos”, decía.
Dudo que haya sido la arteterapia lo que me ayudó a sobrevivir al 2023; quizás fue simplemente Jean Pierre, su amor por su trabajo, su dedicación casi religiosa a sus pacientes. Me pregunto si llegué a quererlo, si fui capaz de verlo más allá de la figura del psicólogo. La última vez que nos despedimos, lo hicimos de manera fría y ligera, como si nos fuéramos a ver de nuevo la próxima semana. Hoy, al final de este 2024, siento que debí haberlo abrazado. Agradecerle. Porque gracias a él, y a otras personas más, mi vida pasó de ser un negro profundo, triste y lúgubre, a pintarse de colores. Los colores del amor por mis hijos, de la esperanza, del futuro, de un horizonte que finalmente hoy puedo vislumbrar.
Buen viaje, Jean Pierre. Ojalá en algún momento podamos hablar de nuevo, para discutir sobre Macron, sobre los colores... y para que tosas fuerte, como campanas que llaman para avisar que es hora del almuerzo. Adios, amigo.
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