CANARIOS
Esta historia comienza en el momento más oscuro de mi vida, cuando sentía que todo lo que había construido con esfuerzo, ilusión y sacrificio se desmoronaba frente a mis ojos. Había pasado 12 años en París, esa ciudad que había elegido para forjar un futuro, para vivir sueños que en su momento parecían alcanzables, sólidos, eternos. Pero la vida, con su implacable capacidad de torcer caminos, me demostró que nada está garantizado. Lo que creía estable se hizo añicos, y la separación de mis hijos fue el golpe más brutal, un dolor que no tiene nombre, que trasciende lo físico y se instala en lo más profundo del alma, como un puñal que atraviesa cada pensamiento, cada recuerdo.
Volver a Lima no fue una decisión, fue una necesidad, una imposición de la vida. No era un regreso triunfal, ni un acto de valentía; era un exilio forzado, un retorno con el corazón destrozado y el ánimo reducido a cenizas. La ciudad que me vio crecer no era la misma, y yo tampoco lo era. Estaba roto, vulnerable, con el peso de los años y los errores cargando sobre mis hombros. No había una hoja de ruta, ni una estrategia para empezar de nuevo. Solo tenía una maleta llena de recuerdos, un espíritu agotado y un dolor tan grande que parecía inabarcable.
Extrañaba a mis hijos con una intensidad que me arrancaba las fuerzas. Sus voces, sus risas, sus abrazos… esas cosas simples pero poderosas que dan sentido a todo. Me despertaba cada día con la ausencia clavada en el pecho, con la certeza de que nada, ni siquiera el tiempo, podría aliviar el vacío que sentía. Lima me recibía con su bullicio, sus calles familiares y sus cielos grises, pero yo no me sentía parte de nada. Era un extraño en mi propia tierra, un hombre que había perdido su norte, que caminaba sin rumbo, cargando una soledad que no parecía tener final.
Esa etapa fue un abismo, un territorio desolado donde cada día era una lucha por sobrevivir, por no sucumbir al peso de lo perdido. Pero como sucede en la vida, cuando todo parece perdido, algo inesperado puede aparecer, algo que cambia el rumbo, algo que te recuerda que, incluso en medio del dolor, hay motivos para seguir adelante. Y en mi caso, ese "algo" fueron mis amigos.
Un día, mientras navegaba entre la soledad y la tristeza, un buen amigo me escribió. No sé si fue casualidad, destino o simplemente el universo recordándome que no estaba solo. “¿Cómo estás Dani?” me preguntó, y aunque era una pregunta simple, abrió la puerta para que le contara todo. Todo el dolor, toda la desesperanza, todo el peso que cargaba. Su respuesta fue rápida y directa: “Te voy a agregar al grupo.” Era el grupo de WhatsApp de mis amigos del colegio, un espacio que había evitado porque no quería sumergirme en conversaciones grupales. Qué equivocado estaba.
Al unirme, descubrí algo que no esperaba: un refugio, una familia. Eran los mismos chicos con los que crecí, mis iguales, aquellos con quienes compartí mi educación, valores, sueños y ambiciones. Pero no eran solo recuerdos del pasado; eran hombres dispuestos a estar ahí, a extenderme la mano en el momento más oscuro de mi vida. Cuando les conté lo que había vivido, su respuesta fue contundente y sencilla: “Nosotros te conocemos y te creemos.” Esas palabras, cargadas de empatía y solidaridad, fueron un bálsamo para mi alma. Me sentí escuchado, entendido, y por primera vez en mucho tiempo, menos solo.
Recuerdo especialmente una noche de 2023, cuando aún no decidía si debía regresar a vivir a Lima. Estaba caminando frente al Chifa El Jade, ese lugar que sigue igual desde que éramos niños. Vi a un amigo cargando a su hija para subirla a la camioneta. “¡Daniel!” me llamó al verme. Y aunque intenté disimular, él lo notó de inmediato: estaba molido por dentro, harto de la ola de experiencias negativas que estaba viviendo, desesperado por no poder ver a mis hijos. Dejó a su hija con su esposa y se acercó. Puso su mano en mi hombro y me miró directo, como si pudiera ver el llanto que me ahogaba. No lloré, pero estuve a punto. Su voz fue suave, pero firme:
“No te olvides nunca de quién eres. Aquí estamos tus amigos. Ven a jugar al cole los jueves, ahí verás que todos tenemos nuestras cosas y sanaremos juntos. Hoy más tarde voy a celebrar mi cumple en el chifa, date una vuelta, van a venir los del cole…”
No me atreví a ir. Me sentía demasiado expuesto, demasiado frágil. Esa noche, mientras regresaba a casa, solo quería llorar. Al día siguiente, más tranquilo, le escribí:
“Hermano, muchas gracias por tus palabras ese día, no sabes cuánto las necesitaba. Al final no pude ir porque ya me fui a dormir, estaba muy cansado. Seguro estaré en Lima de nuevo hacia finales de mes. Abrazo.”
Su respuesta fue más que un mensaje, fue un abrazo virtual:
“Dani, deja que todo siga su camino regular, lo que deba ser, que sea siempre de la mejor forma posible para que no te arrepientas de nada. Voy a jugar el jueves con varios de la promo, pásame tu número”
Ese mensaje fue un punto de inflexión. Si hubo algo que realmente me devolvió la alegría de vivir, fueron las pichangas. Cada jueves a las 10pm, como un ritual sagrado, nos reuníamos en la cancha del colegio. Esa cancha que había sido testigo de nuestras proezas infantiles ahora nos veía correr con menos agilidad, pero con el mismo entusiasmo de hace veinte años. El fútbol, para nosotros, era más que un deporte; era un lenguaje, una manera de decirnos que estábamos ahí los unos para los otros.
Llegar a esas pichangas era siempre una mezcla de emociones. A veces llegaba agotado, con la cabeza llena de problemas y el corazón cargado de tristeza, pero algo cambiaba apenas veía a mis amigos. Había algo en la manera en que se saludaban, en los gritos que resonaban por toda la cancha, en las bromas que empezaban antes de que el balón tocara el césped. Ahí, en esos momentos, todo lo demás dejaba de importar.
Cada partido tenía su propia narrativa, una especie de microdrama que mezclaba chistes, competencias absurdas, apuestas y, de vez en cuando, auténticos destellos de talento. El equipo siempre se armaba de la misma manera: el delegado hacía una lista con las 20 personas inscritas para ese jueves y, luego de confirmar la asistencia, elaboraba dos equipos parejos.
La cancha se convertía en una terapia grupal. Gritábamos como si estuviéramos en una final del Mundial, aunque todos sabíamos que la mayoría de nuestros pases eran mediocres y los goles, accidentales. “¡Ta mare!”, gritaba alguien cuando alguien intentaba una jugada complicada y terminaba cayéndose de cara al piso. “¡Hay que meterla!”, decía otro, mientras el arquero se quedaba tirado riendo en el césped.
Pero lo mejor siempre venía después. Cuando el de la cancha anunciaba el final del partido, las verdaderas conversaciones comenzaban. Nos organizábamos para ir a comer, todavía jadeando, con el sudor pegándonos la camiseta al cuerpo. Íbamos a algún lugar cercano a tomar unas cervezas y compartir una mesa llena de papas fritas y pollo a la brasa. Era ahí donde se daban las charlas más sinceras.
Hablábamos de todo: de la vida, de nuestros trabajos, de los hijos de algunos y de los divorcios de otros. Las conversaciones tenían una mezcla única de sarcasmo y ternura, donde no había tema tabú. Si alguien se abría y contaba un problema personal, el resto escuchaba con atención y siempre tenía algún comentario que, aunque disfrazado de broma, llevaba una dosis de sabiduría.
Yo, por mi parte, a veces me sentía un poco fuera de lugar. Mi vida había sido un desastre en los últimos años, y había días en que no sabía si tenía la energía para mantenerme de pie, mucho menos para jugar fútbol. Pero cada jueves, esos partidos y esas conversaciones me recordaban que no estaba solo. Mis amigos no eran perfectos, y yo tampoco, pero en ese grupo había algo que nos unía: una lealtad que trascendía el tiempo y las circunstancias.
Había algo casi mágico en esos momentos. Las carcajadas que resonaban en el aire, las bromas que se repetían cada semana pero que siempre parecían nuevas, la manera en que cada uno se aseguraba de que el otro estuviera bien, aunque fuera solo con un “¿Todo bien, hermano?”. A veces pienso que esas pichangas fueron un recordatorio constante de que, incluso en los momentos más oscuros, siempre hay un lugar al que puedes regresar, un grupo de personas que te recibe con los brazos abiertos, sin preguntas ni juicios.
No sé si mis amigos lo sepan, pero muchas veces me salvaron. Con sus palabras, con su compañía, o simplemente con estar ahí, en silencio. Me devolvieron algo que creí perdido: la fe en la gente, en el poder del cariño desinteresado. A veces pienso en lo idiota que fui por haberme perdido esto tanto tiempo. Pero la vida es así, a veces te quita todo para recordarte lo que realmente importa.
Si alguno de ustedes está leyendo esto, quiero que sepan que los quiero un huevo. Gracias por estar ahí, por sostenerme cuando no podía sostenerme solo, por recordarme que la amistad verdadera trasciende el tiempo y la distancia. Gracias por salvarme, muchas veces sin siquiera darse cuenta.
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