CHAMPAGNE EN NAVIDAD

 


La Navidad del 2023 fue un abismo. No tengo otra manera de describirla. Esa noche, mientras el resto del mundo parecía brillar bajo las luces parpadeantes de los árboles de Navidad, yo estaba solo, encerrado en un departamento que nunca sentí como mío. El silencio era ensordecedor, y la oscuridad parecía multiplicarse con cada minuto que pasaba. La soledad no era solo una ausencia de compañía; era un peso, una sombra que me seguía desde que me despertaba hasta que intentaba dormir. Pero esa noche fue diferente, más brutal, porque sabía que en algún lugar mis hijos estaban celebrando sin mí.

Extrañaba a mis hijos de una manera que no sabía describir. No era solo una melancolía, era un dolor físico, agudo, que se instalaba en el pecho como una constante punzada. Cerraba los ojos e intentaba imaginarlos. ¿Qué estarían haciendo? ¿Abrirían regalos emocionados? ¿Sus risas llenarían la sala como solían hacerlo cuando estábamos juntos? ¿Se acordarían de mí en algún momento de esa noche? Pensar en ellos me desgarraba, pero no podía evitarlo. Recordaba sus abrazos, sus sonrisas, los momentos en que se acurrucaban a mi lado para escuchar historias antes de dormir. Eran recuerdos que en ese instante se sentían más como castigos que como consuelo.

No había nada que hiciera más profunda esa soledad que la certeza de que las personas que más amaba en el mundo estaban fuera de mi alcance. La Navidad, que para otros era un motivo de alegría, para mí era un espejo que reflejaba todo lo que había perdido. No había árbol, no habían regalos, no había cena. Solo estaba yo, enfrentando la noche más larga del año con la promesa vacía de que, en algún momento, las cosas mejorarían.

Y, sin embargo, ese "algún día" llegó. Ahora, un año después, la escena era completamente distinta. Este 2024, la Navidad no era un abismo; era un renacimiento. Estaba con mis hijos, y el mundo, que durante tanto tiempo había sido gris, de pronto se llenaba de colores vivos e intensos. Sus risas eran música, sus abrazos un remedio, y el caos que creaban a mi alrededor, el amor cura.

Decoramos el árbol juntos. Fue un evento caótico y perfecto. Los niños discutieron por quién pondría la estrella en la punta. El mayor, con su lógica implacable, dijo que debía ser él porque era el más alto. El más pequeño, en cambio, lloriqueó hasta que todos cedimos. Subido en una silla, tambaleante y orgulloso, logró colocar la estrella, pero no sin antes romperla al bajar. Nos reímos todos, incluso él, aunque con lágrimas aún en los ojos. Fue un momento tan auténtico, tan lleno de vida, que no pude evitar sentirme completamente feliz. Ser papá es el mejor regalo de todos. No hay nada que lo iguale, ni siquiera la sensación de recuperar algo que creí perdido. Porque no solo era yo quien había vuelto a la Navidad; ellos también lo habían hecho. Estábamos juntos, y eso era todo lo que importaba.

—Esa foto con tus hijos, Dani, me emocionó mucho. Aprovecha cada segundo, hermano. La voz de Hugo rompió mis pensamientos. Estábamos en nuestro bar de siempre, él con un mojito en la mano, yo con un chilcano que agitaba distraídamente. Su tono era cálido, pero sus palabras llevaban un peso que no podía ignorar.

Hugo, mi entrañable amigo de la natación, era ese tipo de personas que, incluso en medio de una tormenta, encontraban algo positivo que decir. Médico traumatólogo, graduado en Nueva York, había dedicado su vida a curar y aliviar el dolor de otros. Por eso, resultaba casi irónico, paradójico incluso, que justo a él le diagnosticaran una enfermedad tan agresiva e intratable. Siete meses, le habían dicho. Siete meses para condensar una vida que, de repente, parecía demasiado corta. Sin embargo, ahí estaba, sonriendo, agitando su mojito con una cañita de plástico y hablando con entusiasmo de su próximo matrimonio.

—Tienes que venir a mi matri en febrero, ¿estarás en Lima? —me preguntó con una sonrisa que desafiaba a cualquier sombra de tristeza.

—Claro que sí, Hugo. No me lo perdería por nada. —respondí, aunque sentía un nudo en la garganta.

Él asintió, como si hubiera esperado esa respuesta y supiera que no podía ser otra. Hugo había conocido a María, una chica venezolana de 29 años, hacía apenas tres meses. Ahora estaban esperando un hijo y se casarían en febrero. El contraste entre la nueva vida que esperaba y la enfermedad que lo consumía era una paradoja que ni siquiera él parecía entender del todo.

—¿Sabes qué pesa más? —dijo de repente, rompiendo el silencio que había caído entre nosotros—. ¿El amor o la muerte?

No supe qué decir. Era una de esas preguntas que no tienen respuesta fácil, y Hugo lo sabía. Tomé un trago largo de mi chilcano, intentando ganar tiempo, pero él no necesitaba que yo hablara.

—Lo que más pesa es la vida, Dani. La vida. —continuó, dejando su vaso sobre la mesa con suavidad—. Y luego estoy yo, que me muero, pero mi hijo nace. ¿No es eso una locura?

Sonrió, y su sonrisa era amplia, genuina, llena de esa vida que tanto valoraba. En el fondo del bar, sonaba Carnaval toda la vida de los Cadillacs. 

—¿Ella sabe que estás enfermo? —me atreví a preguntar.

—Por supuesto que lo sabe. Es una chica muy inteligente. —respondió, como si la pregunta le resultara innecesaria—. María sabe exactamente en lo que se está metiendo. Y aun así, me eligió. ¿No es eso hermoso?

Su voz tenía un tono de admiración, como si todavía no pudiera creer su suerte. Pero no había autocompasión en sus palabras, solo una aceptación tranquila de lo que le estaba tocando vivir.

—Si lo piensas bien, Dani, soy un tipo afortunado. La mayoría de las personas no tiene ni idea de cuándo les va a llegar la hora, y eso los mantiene en una ansiedad constante. Se pasan la vida comprando champagne para celebrar “algo especial” que nunca llega. —Hugo levantó su vaso en un gesto casi teatral—. Pero María y yo vamos a vivir tomando cada día una botella de champagne. Champagne francés, como el que me trajiste la última vez.

—La muerte puede ser la mejor oportunidad de la vida, Dani. —dijo, con una intensidad que me atravesó, mientras me agarraba el costado de la cara, mirándome con una mezcla de afecto y urgencia—. Aprovecha cada segundo, hermano. Tus hijos, tu vida, todo. No desperdicies nada.

Quise decir algo, cualquier cosa, pero las palabras no salieron. Solo lo miré, intentando absorber la sabiduría que compartía con tanta generosidad. En el fondo, sabía que tenía razón. No importa cuánto tiempo tengamos, sino lo que hacemos con él. Y esa noche, entre risas y mojitos, Hugo me recordó que la vida, incluso en su fragilidad, puede ser el regalo más poderoso de todos.

La conversación se quedó conmigo mucho después de que salimos del bar. Mientras caminaba por las calles de Lima, con la brisa de diciembre golpeándome suavemente la cara, las palabras de Hugo resonaban en mi mente como un eco imposible de ignorar. Él, enfrentando un diagnóstico devastador, había encontrado la fuerza no solo para seguir adelante, sino para hacerlo con entusiasmo, con amor, con fe en la vida que aún le quedaba. Y yo, que no enfrentaba un límite tan claro, estaba viviendo con esa misma intensidad?

Cuando llegué a mi casa me detuve un instante en la entrada, sosteniendo mi abrigo en una mano, pensando en cómo Hugo veía cada momento como una oportunidad. Cuántas veces, por rutina o cansancio, dejamos que los momentos pasen de largo? ¿Cuántas veces no abrazamos con suficiente fuerza, no decimos lo que sentimos, no vivimos de verdad?

Me dirigí a la cocina, preparé un café y me senté frente a la ventana, desde donde podía ver las luces navideñas que adornaban las casas alrededor del parque. Pensé en mis hijos, en cómo mas temprano, sus risas y abrazos habían llenado mi día de una manera que parecía milagrosa. Pensé en Hugo, en María, en su bebé que estaba por nacer, y en cómo ellos, enfrentando la muerte de frente, estaban decididos a vivir cada día como si fuera una celebración.

Al día siguiente, cuando volví a ver a mis hijos, algo dentro de mí había cambiado. Me sentí más presente, más consciente de lo valioso que era cada instante con ellos. Jugamos en el parque, corrieron entre los árboles, y sus carcajadas llenaron el aire como música. Los observaba y sentía un nudo en la garganta. La vida me había dado una segunda oportunidad, un nuevo comienzo después de una Navidad que, un año antes, había sido una pesadilla.

Cuando los abracé al despedirnos, lo hice con más fuerza. Pensé en Hugo, en cómo había encontrado sentido en los días que le quedaban, y me prometí a mí mismo hacer lo mismo. No importaba que no los tuviera conmigo a diario; cada momento que pasábamos juntos podía ser inmenso, eterno.

La Navidad del 2023 fue un abismo. Pero esta Navidad, gracias a mis hijos y a la lección de Hugo, entendí algo que antes no veía con claridad: la vida no se mide en años ni en días, sino en los momentos que somos capaces de hacer eternos. Esta vida es un milagro.

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