ESTA CASA SOY YO
Ricardo siempre había tenido un buen inglés. Su paso por un colegio británico en Lima había sido un pilar fundamental en su educación. No solo aprendió el idioma, sino también las sutilezas de un acento inglés que lo hacía destacar. Las clases, impartidas en su mayoría en inglés, le enseñaron a pensar en dos idiomas y a moverse con naturalidad entre ellos. Cuando los del barrio todavía luchábamos por conjugar verbos básicos, él ya dominaba expresiones y giros que hacían parecer que había nacido en otra parte. Esta habilidad le dio confianza, aunque nunca fue algo de lo que alardeara. Para Ricardo, el inglés era simplemente una herramienta, algo que le resultaba útil y que había aprendido sin esfuerzo aparente.
Cuando se mudó a Estados Unidos después de la muerte de su mamá, el idioma no fue un problema. Su acento británico, pulido pero ligero, llamaba la atención. Los profesores y compañeros lo miraban con curiosidad. Pero hablar bien inglés no resolvía el verdadero reto: adaptarse a una vida completamente nueva, una vida marcada por una ausencia imposible de llenar. Su madre había sido el eje de todo. Con ella se habían quedado los sabores de los pasteles de choclo, los domingos de fútbol, las risas que llenaban la casa, y ese sentimiento de que todo estaba en su lugar.
Mudarse con su padre no habia sido sencillo. Aunque había un cariño innegable entre ellos, la relación era distante, como la de dos personas que se conocen bien pero no saben convivir. Su padre, un hombre pragmático y austero, trataba de llenar el vacío con reglas claras y un horario estructurado, algo que Ricardo aceptaba sin discutir. Pero en las noches, cuando la casa estaba en silencio, la soledad se sentía como una marea que lo ahogaba lentamente. Extrañaba sus viejos amigos, la casa donde había crecido, y esa sensación de pertenencia que parecía haberse quedado en Lima.
La casa de su infancia era una imagen recurrente en sus pensamientos. La recordaba con una nitidez casi dolorosa: los techos altos que amplificaban las risas, el jardín que siempre parecía estar esperando para ser explorado, y el sótano con su patio inglés, ese rincón donde podía esconderse del mundo. En ese sótano, rodeado de videojuegos, latas de gaseosa coleccionadas y recuerdos compartidos con amigos, recordaba su refugio. Era un lugar donde todo parecía más simple, donde las preocupaciones de la vida adulta no podían alcanzarlo.
Años después, cuando Ricardo ya era piloto, tuvo que quedarse en Lima por unos días. Su padre, que aún manejaba algunos bienes familiares, había recuperado la casa de la familia después de años de estar alquilada a un instituto de secretariado. Cuando Ricardo entró por primera vez después de tanto tiempo, sintió una oleada de emociones encontradas. Allí estaban los mismos techos altos, el patio inglés, los rincones que alguna vez lo habían cobijado. Pero también había cambios: las paredes tenían otros colores, el jardín estaba más descuidado, el piso de madera completamente destruido, y el sótano, aunque intacto, parecía menos suyo. Era como reencontrarse con un viejo amigo que seguía siendo familiar, pero había cambiado lo suficiente como para sentirse distinto.
La pregunta de qué hacer con la casa lo acompañaba constantemente. ¿Debería venderla? ¿Convertirla en un proyecto inmobiliario? Su padre, práctico como siempre, le sugería lo segundo. Pero Ricardo no podía decidirse. Cada vez que entraba, algo lo detenía. Era como si la casa le pidiera que no la dejara ir, que le permitiera ser nuevamente un hogar, aunque fuera de una manera diferente. Mientras pensaba qué hacer, decidió usarla como su refugio personal cada vez que regresara a su ciudad.
Cuando le contó a Daniel que estaba en Lima, la idea de una cena surgió de inmediato. El lugar elegido fue un restaurante japonés cerca del óvalo del Pilar, conocido por su ambiente cálido y su excelente comida. Ricardo, en un gesto nostálgico, propuso caminar hasta allí desde la casa. El trayecto, a través de calles que ambos conocían bien, se sintió como un viaje en el tiempo. Caminaban lado a lado, hablando de lo que habían vivido desde la última vez que se vieron, pero era inevitable que la conversación derivara hacia el pasado.
Ricardo, con su serenidad característica, mencionó sus dudas sobre la casa.
—A veces pienso que debería venderla y no complicarme más. Pero… hay algo en esta casa que me hace querer conservarla. No sé, tal vez me aferro demasiado al pasado.
Daniel lo miró con una sonrisa, entendiendo perfectamente lo que quería decir.
La cena estuvo llena de risas, recuerdos y sake, como si el tiempo se hubiera detenido por unas horas para darles un respiro de sus vidas adultas. Hablaron de sus trabajos, de cómo habían cambiado, y, por supuesto, del verano del '99. Ricardo, entre bromas, recordó cómo Daniel había tardado casi una hora en invitar a María Paz al Daytona Park. Daniel contraatacó recordándole que Ricardo había intentado presumir de sus habilidades en el Laser Quest y terminó quedando último. Entre risas y anécdotas, el sake fue haciendo lo suyo, y la conversación fluyó hasta lugares más profundos. Ricardo habló de lo que sentía al regresar a Lima y de cómo la casa, con todas sus dudas y promesas, lo hacía reflexionar sobre lo que significaba realmente "volver".
Al regresar a la casa de Ricardo, Daniel no pudo evitar sentir una mezcla de nostalgia y curiosidad. Habían pasado años desde la última vez que estuvo allí, pero el lugar aún conservaba una extraña familiaridad, como si el tiempo se hubiese detenido en ciertos rincones. Cuando entraron, un aroma fuerte a detergente llenaba el ambiente, como si alguien hubiera intentado borrar las huellas del tiempo con demasiado empeño. Ricardo lo condujo directamente al sótano.
—¿Recuerdas esto? —preguntó Ricardo mientras encendía la luz, revelando un espacio que parecía congelado en el tiempo, aunque con algunos toques modernos.
El sótano seguía siendo el refugio que Ricardo había conquistado de niño, pero con mejoras propias de un adulto nostálgico. Había un sofá amplio y cómodo, una pequeña mesa con cervezas perfectamente alineadas, y, en el centro de todo, una televisión de 55 pulgadas con un PlayStation 2 conectado. Daniel soltó una carcajada al verlo.
—¿Es en serio? —preguntó, señalando la consola con incredulidad.
—Lo compré por internet hace unos meses. Pura nostalgia. —respondió Ricardo con una sonrisa que parecía iluminar todo el sótano.
Sin pensarlo demasiado, sacaron los controles y encendieron el juego. Era Winning Eleven, un clásico que los transportó instantáneamente a su adolescencia. Los comentarios de los periodistas argentinos resonaban en la habitación, y las risas y bromas pronto llenaron el espacio como si nunca hubieran dejado de jugar juntos. Cada gol, cada jugada fallida, cada grito de "¡Offside, árbitro vendido!" los llevaba de vuelta a esos días en los que la vida era más simple.
—Esto es como viajar en el tiempo —dijo Daniel después de un partido especialmente reñido que terminó en penales.
—Exacto. —Ricardo abrió otra cerveza y le pasó una a Daniel—. A veces siento que esta casa es lo único que me conecta con quien era antes de todo... antes de que mi mamá se fuera, antes de mudarme. Esta casa soy yo…
Daniel lo observó en silencio. Sabía exactamente a qué se refería Ricardo, aunque tal vez no lo hubiera puesto en palabras de esa manera. Había algo en esos lugares del pasado que, sin importar cuánto tiempo pasara, seguían guardando pedazos de quienes fuimos, pedazos que a veces necesitamos recuperar para seguir adelante.
Mientras Ricardo se concentraba en un nuevo partido, Daniel se recostó en el sofá y dejó que su mirada vagara por el sótano. Todo le resultaba tan familiar: los estantes llenos de cosas aparentemente inútiles pero cargadas de historias, el leve eco que hacía el techo bajo, y esa sensación de seguridad, como si el mundo afuera no pudiera alcanzarlos. Pensó en cuántas veces habían estado ahí, jugando, riendo, compartiendo secretos que parecían trascendentales en su momento. Y ahora, después de todo lo que habían vivido, estaban de vuelta, como si nada hubiera cambiado y al mismo tiempo, como si todo lo hubiera hecho.
—¿Sabes qué es lo mejor de esto? —dijo Daniel, rompiendo el silencio.
—¿Qué fue? —preguntó Ricardo sin apartar la vista de la pantalla.
—Que aquí, en este sótano, no hay problemas. Solo goles, risas y cervezas. Es como si el tiempo no existiera.
Ricardo sonrió y pausó el juego. Levantó su cerveza en un brindis silencioso, y Daniel hizo lo mismo. Se miraron por un momento, cómplices de un instante que sabían que guardarían para siempre. En ese sótano, donde alguna vez habían sido niños soñadores, ahora eran dos hombres que, a pesar de las cicatrices del tiempo, habían encontrado un refugio. Un lugar donde, aunque fuera por unas horas, podían volver a ser aquellos chicos que no temían nada.
La noche se extendió más de lo que cualquiera de los dos había planeado. Entre goles, risas y cervezas que no parecían acabar, las conversaciones se adentraron en terrenos más serios. En algún momento, Ricardo dejó el control del PlayStation a un lado y miró el sótano con una mezcla de nostalgia y preocupación.
—No sé qué hacer con esta casa Dani —dijo, rompiendo el ritmo del juego—. Es un pedazo de mi historia, pero a veces siento que mantenerla no tiene sentido. Quizás debería venderla, invertir el dinero en algo más productivo…
Daniel lo escuchaba en silencio, dejando que Ricardo desahogara las dudas que lo atormentaban.
—Es que… aquí fue donde todo empezó —continuó Ricardo, señalando las paredes como si estas pudieran hablar—. Antes de que todo cambiara, antes de que ella… se fuera, esta casa era mi mundo.
La pausa cargada de significado no necesitaba más explicaciones. Daniel sabía que la herida de su mamá nunca terminó de cerrar, parecía estar incrustada en cada rincón de la casa.
—¿Y qué piensas hacer? —preguntó Daniel.
—Había pensado en el proyecto inmobiliario que te mencioné —respondió Ricardo—. Pero algo me detiene. Es como si al venderla, o al remodelarla completamente, perdiera una parte de mí, no me la quieres alqular?- Agregó sonriendo.
Daniel lo miró con seriedad, pensando en sus propias vivencias y en cuánto significaban los lugares que guardaban nuestros recuerdos más preciados. Sabía que apoyar el proyecto inmobiliario sería beneficioso para él, pero no era eso lo que importaba ahora.
—¿Sabes qué pienso? —dijo Daniel, rompiendo el silencio—. Que no necesitas decidir ahora. Mantén la casa como lo que es: un refugio. Un lugar al que puedes volver. No todo tiene que ser una decisión práctica y rentable. A veces, lo emocional es lo que más vale.
Ricardo sonrió, pero no fue una sonrisa cualquiera. Fue una de esas que se reservan para cuando alguien dice exactamente lo que necesitabas escuchar, aunque no lo supieras.
—Gracias, Dani. Eso tiene sentido… mucho sentido.
Sabía que Daniel tenía razón. Esta casa, con su sótano intacto y sus recuerdos impregnados en cada esquina, era más que una construcción. Era un pedazo de su madre, de su infancia, de todo lo que alguna vez lo hizo feliz.
Cuando finalmente apagaron la consola y subieron al primer piso, el cielo limeño comenzaba a teñirse de un gris claro que anunciaba el amanecer. Afuera, la ciudad todavía dormía, ajena a la noche que ambos habían compartido. Daniel se despidió con un abrazo fuerte y largo, de esos que solo se reservan para quienes realmente importan. Fue un gesto que hablaba más que cualquier palabra.
—Nos vemos pronto —dijo Daniel al soltarlo.
— Eres el mismo de siempre, Dani. Gracias por estar aquí. Siempre estás invitado —respondió Ricardo, apoyando una mano en su hombro.
Daniel caminó de regreso a su casa con las manos en los bolsillos y una sonrisa ligera en el rostro. Esa noche había sido más que un simple reencuentro: había sido un recordatorio de que, a pesar de los años y las distancias, la amistad verdadera siempre encuentra la manera de permanecer intacta. Sintió, por un momento, que el peso de los días se había aligerado.
Ricardo, por su parte, se quedó en el umbral de la puerta, viendo cómo Daniel se alejaba. El eco de las palabras de su amigo resonaba en su cabeza. Cerró la puerta suavemente, bajó al sótano y, con una última cerveza en la mano, encendió el PlayStation para jugar un último partido.
Esta vez no había competencia, no había risas. Era solo él, sus recuerdos y un juego que parecía eterno. Perdió contra la computadora.
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