PARAISO


Gabriel siempre había sido una constante en la vida de Daniel, y lo comprobaba cada vez que hablaban o se encontraban. Se conocían desde los días en el Jockey Club, cuando las tardes de verano se llenaban de fútbol, bromas y la inevitable curiosidad por el mundo. Habían crecido juntos, compartiendo secretos y planes de vida, pero como suele pasar, los caminos se bifurcaron. Sin embargo, la amistad sobrevivió al tiempo y a las distancias.

En 2023, cuando la vida de Daniel se tambaleaba como un castillo de naipes, Gabriel apareció de nuevo. Lo visitó en su departamento en París, ese refugio que se sentía más como una celda en esos días oscuros. Gabriel y Katia, su esposa, llegaron como un rayo de luz, trayendo consigo anécdotas, abrazos cálidos y una gran olla de chocolate caliente que Katia preparó durante 3 noches para combatir el frío de la ciudad. Esa noche, mientras Daniel compartía los detalles de su tormenta personal, Gabriel lo escuchó muy atentamente, con esa mezcla de seriedad y calidez que siempre lo había caracterizado. En un momento, con su típica sonrisa despreocupada, le dijo:

—Esto es solo una tormenta, Dani. Ya verás que el sol vuelve

Entre sorbos de chocolate, Gabriel también mencionó algo que había rondado en su mente desde hace años: su sueño de constuir una casa en un terreno que poseía en la Amazonia peruana y su deseo de que Daniel la diseñara.

Un año después, ese sueño estaba a punto de dar su primer paso concreto. Daniel había regresado a vivir a Lima, y Gabriel no perdió tiempo para invitarlo a visitar el terreno. Era un sábado por la mañana cuando Gabriel lo recogió a las seis en punto. “Es temprano, pero vale la pena”, dijo, mientras Daniel apenas lograba abrir los ojos. La puntualidad no era el fuerte de Gabriel en los tiempos del Jockey, pero la vida y la disciplina de los negocios lo habían transformado.

El trayecto al aeropuerto comenzó como cualquier otro, hasta que el auto de Gabriel giró por una entrada que Daniel nunca había visto. “¿Qué estamos haciendo aquí?”, preguntó, intrigado. “Vamos a la parte de vuelos privados”, respondió Gabriel con una sonrisa, como si aquello fuera la cosa más natural del mundo. La familia de Gabriel tenía un jet privado: una avioneta comprada hace cinco años en Panamá. Era un modelo de los noventa, compacto y funcional, con espacio para siete pasajeros. Daniel, que no era ajeno a las comodidades, pero sí al lujo extremo, se dejó llevar por la experiencia, fascinado por lo ajeno que le resultaba ese mundo de los ricos mas ricos.

Cuando subieron al avión, Daniel notó que no podía pararse completamente erguido; el espacio era reducido, pero acogedor. Los pilotos, Segundo y Pedrito, rompían con cualquier estereotipo de la formalidad de aviación comercial. Conversaban entre ellos con frases coloquiales como “ya pe, compadrito” y hasta mencionaron a una vedette llamada "la chuecona", provocando las risas de Gabriel y Daniel. Era como estar en una combi de lujo estacionada en un hangar.

Se quedaron esperando 15 minutos y llegó Katia, la encantadora esposa de Gabriel, quien saludó a Daniel con un abrazo. “¿Listo para la aventura?”, le preguntó con una sonrisa cómplice. Katia había sido un gran apoyo para Gabriel en los últimos años, y su ternura contrastaba con la energía práctica de su esposo. En París, había sido ella quien escuchó atentamente las confesiones de Daniel mientras preparaba aquel chocolate caliente. Ahora, se mostraba igual de entusiasta por este viaje.

A las dos horas, aterrizaron cerca del río Amazonas, donde los padres de Gabriel habían construido una casa excepcional. Daniel quedó impresionado al verla. La casa era lujosa, pero no en el estilo recargado y pretencioso que tan a menudo veía en Lima, con imitaciónes de marmol italiano por doquier, mesas de vidrio y muros repletos de cuadros de Fito Espinoza y objetos de Marcelo Wong. Esta casa tenía una elegancia natural, con colores claros y materiales naturales que parecían haber sido tomados directamente del entorno. Todo estaba diseñado con un gusto que recordaba a Frank Lloyd Wright, pero adaptado al espíritu de la Amazonía. Era una casa que se integraba con la naturaleza, no que la dominaba.

Gabriel le mostró cada rincón de la casa con orgullo, y cada detalle parecía evocar recuerdos del pasado. Daniel no pudo evitar viajar en el tiempo y recordar las visitas a la casa de Gabriel en Las Lagunas. Allí pasaban horas jugando fútbol en el jardín, donde las risas y bromas eran parte del ritual. Uno de esos recuerdos quedó grabado con particular nitidez: la vez que Gabriel, con su característico humor travieso, le pidió a su nuevo chofer que recogiera la pelota que había caído cerca de una palmera. Lo que no le advirtió fue que en esa palmera había un otorongo amarrado. El hombre regresó corriendo, pálido del susto, gritando: “¡Hay un león! ¡Hay un león!” mientras ellos se reían hasta las lágrimas. Lo que entonces parecía una travesura inocente, hoy se veía bajo una luz completamente diferente, una mezcla de nostalgia y culpa por la crueldad inconsciente de la infancia.

Después de un desayuno contundente, Gabriel anunció que era hora de visitar el terreno. Daniel, aún saboreando el café, casi se atraganta cuando Gabriel dijo que serían dos horas de caminata.

—¿Dos horas caminando? —exclamó Daniel, incrédulo—. ¿Cómo piensas construir algo ahí?

Gabriel, con esa seguridad que solo los formados en Wharton tienen, comenzó a explicarle. Hablaron de sostenibilidad, de materiales locales y de cómo los acabados se podrían transportar poco a poco. Daniel, siempre pragmático, cuestionó la viabilidad del proyecto, pero también quedó intrigado por el reto. La discusión se interrumpió cuando Katia, quien decidió quedarse, los despidió con una promesa: tendría listo un arroz chaufa charapa para cuando regresaran.

Equipados con zapatillas de trekking y botellas de agua, comenzaron el trayecto. El calor húmedo de la selva los envolvía como un manto, y cada paso levantaba aromas de tierra y vegetación fresca. La conversación fluía con facilidad, hablaban de sus vidas, de las vueltas que habían dado, y de los inevitables chismes de amigos en común. A medio camino, Gabriel sugirió una pausa para “tomar agüita”. Sacó una botella de su mochila, y ambos se refrescaron antes de continuar.

Cuando finalmente llegaron, la trocha se abrió para revelar un terreno majestuoso, una pendiente suave que descendía hacia un riachuelo que era afluente del Amazonas. El paisaje era tan perfecto que parecía pintado.

—Esto es —dijo Gabriel con orgullo, señalando el terreno.

Daniel quedó sin palabras. Era enorme, un paraíso natural en toda regla. La tranquilidad del lugar solo se veía interrumpida por el suave murmullo del agua.

—Es increíble —murmuró Daniel, aún tratando de asimilar la vista.

Gabriel explicó que el terreno había sido dedicado al cultivo de coca durante durante años, pero tras su incautación, su familia habia podido comprarlo antes de la pandemia. Esa pausa en los cultivos había reducido la presencia de mosquitos, algo que Daniel, siempre susceptible a las picaduras, agradecía enormemente.

Mientras Gabriel hablaba entusiasmado sobre sus planes, Daniel se dejó envolver por el espíritu del lugar. Las palabras de su amigo se mezclaban con el sonido del riachuelo cercano y el susurro de los árboles, creando una sinfonía que parecía pertenecer únicamente a ese rincón del mundo. Daniel quedó sin palabras, incapaz de describir la belleza abrumadora que lo rodeaba. Era un paraíso escondido en la Amazonía, un espacio donde el tiempo parecía detenerse y la naturaleza reinaba con una fuerza serena y majestuosa.

Pocos lugares en el mundo le habían traído tanta paz como ese. Allí, en medio de la inmensidad verde, se sintió pequeño pero a la vez conectado con algo mucho más grande que él. Miraba absorto la topografía del terreno, con sus suaves pendientes que se deslizaban hacia el riachuelo, y los imponentes árboles que parecían custodiar el lugar con una sabiduría milenaria. La luz del sol se filtraba entre las hojas, creando destellos dorados que iluminaban el paisaje como un lienzo vivo.

En ese instante, Daniel entendió por qué Gabriel amaba tanto ese terreno. No era solo un espacio físico; era un refugio para el alma, un lugar donde todo lo diáfano e inmaterial se volvía real. Mientras seguía contemplando el horizonte verde y escuchaba a Gabriel hablar sobre los sueños que tenía para el proyecto, Daniel sintió que, por un momento, toda la agitación de su vida se desvanecía. Ahí, en medio de la selva peruana, encontró una calma que llevaba años buscando.

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