¿DE QUÉ NO TE TIENES QUE OLVIDAR?

A veces pienso que, si pudiera volver a caminar por mi infancia, lo haría de su mano. Ancha, tosca, áspera. La mano de un obrero de fábrica textil, de un exboxeador que perdió un ojo en un accidente y que, aun así, veía más que nadie. La mano que me enseñó que la distancia se mide en pasos, no en kilómetros. Le puse Mariano a mi primer hijo por mi abuelo. No por obligación, ni por tradición, sino porque quería que su nombre siguiera caminando, que siguiera entrando a las casas, que siguiera tocando puertas con la misma educación y firmeza con que él lo hacía. Mariano era un hombre extraño para su tiempo. No extraño por raro, sino por adelantado. Vivía en el Callao, pero no era el estereotipo que muchos imaginaban: era un hombre de casa, que lavaba, planchaba y cocinaba, que llegaba a San Borja antes de las siete de la mañana para llevarme al colegio o para alcanzarme la lonchera que me había olvidado. Nadie le pedía que lo hiciera. Él simplemente estaba. Con él aprendí que ninguna dist...