¿DE QUÉ NO TE TIENES QUE OLVIDAR?





A veces pienso que, si pudiera volver a caminar por mi infancia, lo haría de su mano. Ancha, tosca, áspera. La mano de un obrero de fábrica textil, de un exboxeador que perdió un ojo en un accidente y que, aun así, veía más que nadie.
La mano que me enseñó que la distancia se mide en pasos, no en kilómetros.

Le puse Mariano a mi primer hijo por mi abuelo. No por obligación, ni por tradición, sino porque quería que su nombre siguiera caminando, que siguiera entrando a las casas, que siguiera tocando puertas con la misma educación y firmeza con que él lo hacía.

Mariano era un hombre extraño para su tiempo. No extraño por raro, sino por adelantado. Vivía en el Callao, pero no era el estereotipo que muchos imaginaban: era un hombre de casa, que lavaba, planchaba y cocinaba, que llegaba a San Borja antes de las siete de la mañana para llevarme al colegio o para alcanzarme la lonchera que me había olvidado. Nadie le pedía que lo hiciera. Él simplemente estaba.

Con él aprendí que ninguna distancia era demasiado grande si se caminaba acompañado.

A los siete años íbamos a pie desde las Torres de San Borja hasta cerca del hipódromo de Monterrico para mis clases de música. No había prisa. Caminábamos como si las calles fueran páginas que había que leer despacio, como si cada esquina mereciera una pausa y cada fachada tuviera algo que contar.

En esas caminatas descubrí que la ciudad no es solo un lugar que se cruza para llegar a otro, sino un territorio que se habita paso a paso. Él me enseñaba a observar los detalles: el ruido distinto de cada vereda, las grietas del asfalto que dibujaban mapas secretos, los olores que cambiaban según la hora del día.

Cuando mis piernas ya dolían, él decía que el cansancio también educa: que solo el que camina descubre que una ciudad tiene mil ritmos escondidos. Y al final del trayecto, el premio: una gaseosa helada y un chancay envuelto en papel manteca, que hacían olvidar el dolor y convertían el esfuerzo en celebración.

A veces señalaba un árbol y me contaba cómo lo había visto crecer desde que era apenas un tallo. O me mostraba una bodega donde conocía al dueño “desde que era chiquillo”. Saludaba a todos: al bodeguero, a la señora del perro, al barrendero de la esquina. Su cordialidad abría puertas invisibles. Fue el primer adulto que me mostró que la cortesía no es un adorno, sino una llave.

Creo que esa manera de recorrer el mundo se me quedó para siempre. Todavía hoy, en París, me resulta natural caminar de Montmartre a Montparnasse como si fuera un paseo breve. Y cada vez que lo hago, siento que lo llevo conmigo.

Fue también él quien me inició en la pasión por la lectura. Tenía una curiosidad insaciable, como si los libros fueran un territorio que todavía no había terminado de conquistar. Me repetía que tenía que “recuperar el tiempo perdido”, y lo hacía con una determinación que a mí me parecía infinita. Leía a Julio Verne con fascinación de niño, y yo lo escuchaba como si hubiera viajado con Phileas Fogg o descendido al centro de la Tierra.

Recuerdo que le conté de “Corazón”, de Edmundo de Amicis, que habíamos leído en el colegio. Él lo leyó también, y después hablamos largo de la historia de Garrone, del deshollinador, de la carta del padre al hijo. A veces nos animábamos con otros: La isla misteriosa, Robinson Crusoe..

Elegíamos libros con letras grandes, porque ya le costaba leer, pero aun así los devoraba como si el tamaño de la letra no tuviera nada que ver con la intensidad de la historia. En su sala del Callao, con las ventanas abiertas y el sonido de algún alfilador de cuchillos de fondo, lo veía inclinado sobre las páginas, siguiendo cada línea como si fuera un sendero que no podía abandonar.

Recuerdo también que un día, volviendo de una de nuestras caminatas, me dieron ganas de orinar. No había baños cerca. Sin decir mucho, me llevó a un árbol y me enseñó a hacerlo ahí, como si fuera parte de aprender a estar en el mundo. Y lo era.

Mariano me enseñó el valor de las cosas bien hechas y el gusto por los gestos simples: tomar sol en un banco de La Punta y sentirlo como un regalo, tomar chicha en vaso de vidrio, ajustar la camisa para que quede sin arrugas. Me preguntaba siempre por mis notas, y yo le respondía sin inventar. Nunca revisó un cuaderno. Creía en mi palabra como quien cree en una fe.

Cuando empecé la universidad, me repetía la importancia de conseguir el “cartoncito” de arquitecto. Me demoré un poco, pero él seguía preguntando. Cuando me fui a estudiar a Grenoble y luego a París, me pidió que escribiera en un papel grande los nombres de las ciudades que visitaba. “Para saber por dónde anda mi nieto”.

Tenía una frase que todavía guardo como un amuleto. Cada vez que nos despedíamos, me miraba fijo y decía:

—¿De qué no te tienes que olvidar?

—De que me quieres mucho —respondía yo.

Hoy, se la repito a mis hijos, casi con la misma entonación, como si al hacerlo pudiera resucitarlo por un instante.

A veces sueño con él. Lo veo caminando conmigo por los senderos de las torres de San Borja, encontrándonos con señoras con perritos, con niños en bicicleta. En esos sueños me habla, me corrige cuando digo algo indebido, me guía por calles que no conozco. Y yo siento que, aunque él veía con un solo ojo y yo escucho con un solo oído, éramos una combinación perfecta. Nos pertenecíamos.

Cuando me fui a vivir a Francia, me lo dijo otra vez:

—¿De qué no te tienes que olvidar?

—De que me quieres mucho.

Me fui con esa frase en el bolsillo, como quien se lleva un talismán.

A mediados del 2013, mi papá había venido a visitarme a París. Un día, me hizo hablar con él por teléfono. Su voz estaba muy quebrada, como si cada palabra le costara un esfuerzo físico. Me preguntó lo mismo de siempre. Yo respondí lo mismo de siempre. Y él soltó un último quejido, como un suspiro que quería quedarse.

Dos semanas después, mi mamá me llamó. Era una llamada breve, sin preámbulos. Me preguntó si quería que me pasara con mi abuelo Mariano. Y yo… le dije que no. No sé si fue por pena, por pereza o por descuido. Tal vez fue miedo, el miedo cobarde de enfrentar una voz debilitada, de escuchar en sus palabras la confirmación de que se estaba yendo. Me lo he reprochado tantas veces que esa escena, repetida en mi cabeza, ya no pertenece al pasado: es un presente que no se agota.

Pocos días después volvió a llamarme mi mamá. Esta vez no había opción ni pregunta. Solo la noticia seca, irrevocable: mi abuelo acababa de morir.

Me quedé helado. No dije nada durante varios segundos, como si todavía hubiera margen para cambiar la respuesta anterior, para retroceder el tiempo, para decirle “sí, pásamelo” y colgar con su voz aún en el oído. Pero no. La vida ya había sellado la puerta que yo mismo había dejado cerrada.

Por suerte, mi papá estaba conmigo en París. Lloramos juntos, pero incluso en ese llanto había un hueco. Lloraba por la pérdida, pero también por la oportunidad que había dejado escapar. Y ese hueco —lo supe en ese momento— no se llenaría nunca.

Recuerdo que, después, llamé a mi pareja de entonces. Quería decirle que mi abuelo había muerto, que necesitaba que estuviera conmigo. Ella me escuchó en silencio y, después de una breve pausa, me dijo que ya tenía planes con sus amigos de universidad, que habían venido de visita y que vendría a verme más tarde. No hubo prisa por llegar.

Colgué y me quedé sentado frente a la ventana, con mi papá a mi lado. Afuera de mi departamento en un sexto piso sin ascensor, llovía, y la ciudad parecía ajena a mi pena. Hablamos poco. Recordamos a Mariano. Su risa contagiosa, su infinita bondad, su manera de estar siempre presente sin hacer ruido. Pensé en cómo él, con lo poco que tenía, nunca me dejó esperando, nunca puso sus asuntos por delante cuando yo lo necesitaba.

Esa tarde entendí que hay ausencias que no son solo físicas. Que hay quienes están muertos y siguen acompañando, y hay quienes están vivos y, sin embargo, ya no están.

A veces pienso que Mariano no se fue del todo. Que sigue apareciendo en mis sueños para repetirme esa frase que me decía desde niño. Que, de alguna manera, me acompaña cuando camino por ciudades que él nunca conoció.

Y siempre me pregunto qué hubiera dicho de mis hijos. Qué cara pondría al ver que uno de ellos lleva su nombre.

Si cierro los ojos, lo escucho:

—¿De qué no te tienes que olvidar?

—De que me quieres mucho.

Y sí, abuelo. No me olvido...

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