TENGO ALGO QUE CONTAR

 


No sabía qué esperar. Para la primera clase estaba en el aire, y entre turbulencias dudaba si leerían mi texto. Lo hicieron. Sentí que ya estaba adentro. Y supe que me iba a quedar.

Durante cuatro sesiones, fui parte de algo que no sabía que necesitaba: un grupo de desconocidos repartidos entre Italia, Alemania, España, Suiza… Voces y pasados distintos, pero todos con algo que contar. Historias llenas de memoria, ternura, ironía, pérdidas, objetos rarísimos cargados de sentido y escenas que parecían salidas de novelas. Algunas me hicieron reír. Otras me dejaron un nudo en la garganta. Hubo una que casi me hizo llorar.

El profesor —ese novelista y poeta cuya obra leí más de una vez— nos habló sin condescendencia, con una pasión y una precisión que se notaban en cada ejemplo, cada subrayado, cada sugerencia de reescritura (no le gustaba decir “corrección”).

Nos enseñó a dudar de los adjetivos, a mirar con lupa los adverbios que terminan en “…mente”, a buscar siempre el cambio, el conflicto, la escenografía. A pensar dos veces antes de escribir. A leer en voz alta y a reescribir.

Quizá lo más valioso fue aprender que escribir no es adornar, sino revelar. Que contar una historia es, a veces, encontrar la herida y volverla forma.

Nos dio una estructura, pero también libertad. Nos pidió personajes con cicatrices, escenas con fisuras. Y aunque las consignas eran claras (“escribe sobre un objeto”, por ejemplo), lo que descubrimos fue mucho más grande. Escribimos sobre ausencias. Sobre rituales. Sobre despedidas. Sobre lo que no se puede decir pero se intuye entre líneas.

Y sí, creo que eso fue este taller: un espacio donde el conflicto se convirtió en relato, y el relato en espejo.

Ahora que termina, siento que algo cambió. No sé si en la forma en que escribo o en la forma en que leo. Pero cambió. Y eso basta.

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