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EL VENGADOR DE LA CAMISA PLANCHADA

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Alberto nunca había sido un héroe, ni siquiera en sus mejores días. Era un hombre común y corriente, con una barriga incipiente, canas que asomaban sin pedir permiso, y una resignación a la vida que casi podía considerarse un arte. Pero el amor de un padre es capaz de transformarlo todo. Hasta al más ordinario de los hombres lo convierte en un vengador de película clase B, aunque su capa huela a agua de colonia barata y su valentía esté hecha de pura terquedad. La historia comienza la noche de Halloween, cuando su hijo Andrés, un joven de 19 años con más entusiasmo que cerebro (y una preocupante tendencia a las malas decisiones), decidió salir de fiesta. Se disfrazó de pirata, como si aquel disfraz barato pudiera protegerlo de las desgracias de la vida. Con su parche en el ojo, un garfio de plástico y una botella de ron a medio terminar, Andrés se dirigió a una discoteca de moda en el cono norte. Ahí fue donde todo comenzó, o mejor dicho, donde todo se desmoronó de forma épica. La fies

LA PATRULLA SALVADORA

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Todo empieza en el centro del Callao, donde pasé los primeros años de mi infancia, hasta los seis. Vivíamos en un barrio vibrante, donde los días se deslizaban entre juegos y aventuras que parecían no tener fin. Los recuerdos de esos años son como postales amarillas: el bullicio de las calles, el sonido de las radios con salsa a todo volumen y la algarabía de los niños corriendo bajo el cielo de un barrio que parecía más grande de lo que realmente era. En aquellos días, los carnavales eran la gran fiesta del barrio. Recuerdo jugar a lanzar globos de agua y correr por las calles húmedas de la  sopita , el laberinto de callejones que habia cerca. Jugábamos hasta llegar a la Avenida Sáenz Peña, esquivando a los adultos que a veces se unían al juego con sonrisas y gritos. Tenía tres amigos inseparables: Francesco y Gennaro, dos hermanos hijos de italianos, cuyos padres muy mayores tenían una pulpería en la esquina. Claro que, a mis cinco años, yo entendía que “pulpería” era una tienda dond

LAS BODAS DE CANÁ

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La boda de Alejandro y Lucía en 2023 fue un evento tan elegante como nostálgico. Para Daniel, estar allí tenía un sabor peculiar. Los casados, sus amigos de la natación, habían sido novios desde los trece años. Ahora, a los treinta y cinco, finalmente se casaban, rodeados de familiares y amigos, con sus dos hijos pequeños correteando por el salón. Era como presenciar el cierre de un ciclo y el comienzo de otro, un logro digno de una historia de amor de antaño, que parecía casi improbable en un mundo tan fugaz como el actual. Daniel observaba la escena con una mezcla de nostalgia y admiración. Alejandro y Lucía habían transformado el jardín de aquella casona barranquina en un espacio de ensueño, una joya arquitectónica ubicada en la avenida más arbolada de Barranco, en Lima. Todo brillaba: las luces colgantes que parecían estrellas, la decoración cuidada hasta el más mínimo detalle y el aire elegante que envolvía la noche. Era evidente que aquella boda había sido planeada con el mismo e

¿POR QUÉ NO TIENES CARRO?

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Sábado en Lima, con su ruido y su caos, los bares repletos y el aire espeso de conversaciones de fin de semana. Daniel y Franco se encontraban como dos sobrevivientes, cada uno cargando su propio desastre. Habían quedado en el   bar à vins  de siempre, ese al que volvía, como quien vuelve al útero, cada vez que las cosas se complicaban. Esa noche, Daniel estaba agotado. Había tenido un día largo entre juegos con sus hijos, el bautizo de una amiga de la universidad y una reunión interminable con su abogado para discutir los temas que no dejaban de acechar su vida legal. Franco, en cambio, arrastraba una tristeza que ya no podía disimular. Su relación de siete años había terminado de una manera que parecía más un desalojo que una despedida. Su exnovia había decidido cortar todo contacto, incluso el vínculo que Franco había logrado forjar con su hijo, quien para él era lo único que aún le daba sentido a la vida. Emanuel, el sommelier amigo, les soltó un rollo químico sobre taninos, roble

VIAJE AL PASADO EN CLASE EJECUTIVA

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Era el verano del '99, un verano que quedó grabado en mi memoria como uno de los más felices. Acababa de cumplir 13 años y, como cada verano, mis padres me inscribieron en unas vacaciones útiles. Lo de siempre: fútbol, básquet, juegos y un extraño taller de supervivencia estilo Boy Scout en la Costa Verde de Lima. El lugar, una especie de oasis deportivo con canchas y pistas de patinaje, parecía sacado de una película de aventuras. Íbamos los lunes, miércoles y viernes. En esa época, era como si cada uno de esos días fuera una pequeña aventura planificada. Además, era el momento ideal para socializar, conocer gente nueva, y, para ser sincero, para descubrir a las chicas, que eran casi un mundo desconocido para nosotros. En ese entorno conocí a Ricardo. Un chico flaco y larguirucho, muy bueno en basquet y con una obsesión rara por coleccionar latas de gaseosas de los lugares más remotos del planeta. Ricardo estudiaba en un colegio inglés y, para mi sorpresa, vivía a solo tres cuadra

EMILIA Y AGUSTIN

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Febrero del 2023, Daniel estaba desanimado, no solo por el vuelo interminable que se venía de Lima a París, sino por el peso invisible que llevaba sobre los hombros desde hacía dias. No habia podido despedirse de sus hijos, y no sabía cuándo volvería a verlos, y la incertidumbre lo tenía al borde del colapso emocional. Estaba destrozado, desgastado. Se subió al avión con la cabeza gacha, como si el mundo se le hubiera caído encima y el techo del avión fuera lo único que lo mantenía de pie. El asiento del medio. Ni siquiera tuvo la suerte de encontrar algo más cómodo, un lugar donde pudiera sumirse en su dolor sin que nadie lo molestara. Entre la ventana y el pasillo, estaba atrapado. Mientras guardaba su mochila en el compartimento de arriba, sintió una suave presión en el hombro. —Che, disculpá, ¿te molestaría cambiarte de asiento? —preguntó una voz femenina, con un acento argentino inconfundible. Daniel giró la cabeza. Frente a él, una pareja sonriente, probablemente en sus treintas,

EL ARQUITECTO PERSISTE

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Jean Pierre fue mi psicólogo durante el año más oscuro de mi vida: el 2023. Un hombre de más de setenta años, fornido, de voz gruesa y articulación impecable, hacía que escuchar el francés fuera un placer, como si cada palabra fuera una pieza de música bien ensayada. Lo conocí gracias a un amigo peruano que vive en Lyon. Nos encontramos por casualidad en París, y al notar el peso de la tristeza que llevaba encima, me lo recomendó con esa urgencia que solo puede tener alguien que teme por la salud de un amigo. Ese año fue negro, una sombra sobre mí. Me sentía como un fantasma recorriendo la ciudad que alguna vez amé, separado injustamente de mis hijos. La herida ya estaba abierta. Vivía en París, solo, agotado, al borde de mis fuerzas. Fue la época más solitaria y triste que haya atravesado jamás, una soledad que ni siquiera la ciudad más hermosa del mundo podía iluminar. Había amigos y familiares que intentaban estar presentes, que me llamaban cada fin de semana como quien riega una pl