OJOS COLOR LLANGANUCO



Hay días que se sienten como capítulos sueltos de una novela interminable, donde uno no sabe si está viviendo el clímax o simplemente un preludio de lo que está por venir. Para Daniel, los últimos meses en París habían sido así: confusos, fríos y definitivamente solitarios. La injusta separación de sus hijos lo había dejado más destrozado de lo que estaba dispuesto a admitir, y la distancia lo carcomía como una herida que no sanaba. Ni el trabajo, ni las clases de cerámica que su amigo Vicente le había regalado para “desconectar”, lograban llenar ese vacío. 

Todo comenzó de manera inesperada, como suelen comenzar las cosas importantes. A mediados del 2023, había sido jurado de tesis de una joven arquitecta, una joven alemana que había captado su atención. No tanto por su proyecto, que alternaba el adobe y tapial en un proyecto de arquitectura en tierra muy innovador. No, lo que realmente lo dejó aturdido fueron sus ojos. Ojos de un azul profundo, como esos lagos en los Andes que había visto alguna vez en Perú. “Llanganuco”, pensó. Un azul imposible de olvidar.

Hanna, la chica de ojos color “Llanganuco”, había sido el tema de conversación entre los otros jurados, quienes, más que por su proyecto, parecían deslumbrados por su belleza. Pero Daniel, a sus 38 años, ya no era tan fácil de impresionar. O eso creía. Hasta que meses después, cuando decidió ir a su primera clase de cerámica —sin muchas esperanzas más allá de matar el tiempo—, se topó con ella. Sí, la misma chica que meses atrás había brillado con su proyecto de tesis, ahora enseñando a amasar barro y hacer jarrones. ¿Qué hacía allí? La vida tenía sus bromas pesadas. 

Al principio, fue un golpe. No porque no quisiera verla, sino porque, siendo honestos, Daniel no sabía si estaba preparado para soportar ese tipo de sorpresas. Pero no había vuelta atrás. Después de unas clases, comenzó a sentirse más cómodo, y, como era inevitable, empezaron a hablar. Las conversaciones entre ellos eran sencillas, desprovistas de esa pretensión que uno suele encontrar en gente joven. Ella le hablaba de sus pasiones: la arquitectura y la cerámica. Le contó cómo, tras una ruptura reciente, había encontrado en el barro una forma de canalizar todo el dolor y las dudas. Daniel, claro, también se abrió, y le habló de sus hijos, del caos de su vida, de su exesposa que no perdía oportunidad de recordarle que el control lo tenía ella.

Era un ritual. Terminaban las clases de cerámica y, con el pretexto de que había que limpiar los tornos, se quedaban hablando. Hanna lo escuchaba con una calma que a Daniel lo desarmaba. Su mirada azul, su sonrisa relajada, todo en ella le transmitía una tranquilidad que él había olvidado que existía. Ella le decía que era importante que estuviera cerca de sus hijos, que no podía rendirse, y Daniel, por primera vez en mucho tiempo, se lo creía. O al menos, intentaba hacerlo.

Un viernes, después de la clase, el grupo decidió quedarse a tomar vino, algo que ya era casi un ritual para despedir la semana. Entre copas y risas, la música latina llenaba el aire y las preocupaciones se diluían, aunque fuera solo por un rato. Hanna, como siempre, se levantó para guardar los tornos en un mueble ligeramente alto. Daniel, impulsado por una mezcla de vino y desesperación reprimida, se acercó para ayudarla. No lo pensó demasiado. Ella se giró rápido, y quedaron cara a cara, tan cerca que podía sentir su respiración. Y entonces, sin decir una palabra, la besó. 

El beso fue breve, pero suficiente para que ambos entendieran que algo había cambiado entre ellos. No había que decir mucho más. A partir de ese día, Daniel no faltó a ninguna clase de cerámica. A menos que, claro, su exesposa lo llamara a último minuto para hablar con los niños. En esas ocasiones, siempre era la misma historia: le rogaba que fijaran un horario, que pusieran algo de orden, pero ella se negaba, disfrutando del poder que todavía tenía sobre él. 

Hanna, cada vez que lo veía, le preguntaba por sus hijos. Lo hacía de una manera tan sincera que dolía. Ella no entendía del todo lo que era una separación, ya que sus padres siempre habían estado juntos. Pero de algún modo, sus palabras le daban consuelo. Hanna se había convertido en ese refugio que Daniel nunca se permitió tener, y aunque sabía que todo eso era tan frágil como un jarrón de barro mal horneado, por primera vez en mucho tiempo, se aferraba a la ilusión de que, tal vez, las cosas podrían mejorar. 

Los viernes de barro, vino y quesos se convirtieron en su pequeño refugio. Y aunque Daniel sabía que nada dura para siempre, que la vida siempre encontraba la manera de torcer las cosas, por primera vez en mucho tiempo, se permitía el lujo de disfrutar del presente sin preocuparse por el final. Sabía que, tarde o temprano, todo cambiaría. Pero por ahora, estaba bien. Estaba bien así.

Comentarios