SIEMPRE NOS QUEDARÁ PARIS



Daniel sabía que esa sería una de sus últimas noches en París. Las cajas estaban embaladas, las llaves del departamento casi listas para ser entregadas, y el vuelo a Lima se acercaba rápidamente. Había pasado los últimos días en un torbellino de contratos, firmas y despedidas incómodas. París, la ciudad que alguna vez le dio tanto, ahora era solo una despedida prolongada.

El plan original era terminar de empacar esa noche. Pero desmantelar la habitación de sus hijos fue más difícil de lo que esperaba. Hasta hace poco, ellos vivían con él en ese departamento, y ahora todo quedaba reducido a objetos sin dueño. Intentó empacar los juguetes, los libros, los dibujos pegados en las paredes, pero cada cosa que guardaba era un golpe directo al estómago. La pequeña cama que había montado para ellos, el rincón donde solían jugar… Desarmar ese cuarto fue como aceptar que la vida que había construido con sus hijos en París ya no existía, que el vínculo cotidiano se había roto, y que lo único que quedaba ahora era la distancia y la promesa de un futuro incierto.

Salió a la calle sin terminar la tarea. Septiembre traía consigo un aire fresco y seco, ese aire que presagia el otoño, pero que todavía conserva algo del calor del verano. París lo empujaba a seguir, a no mirar atrás. Caminó sin rumbo hasta que se encontró en Belleville, el barrio que siempre le había parecido el más auténtico de la ciudad. Colinas empinadas, paredes llenas de graffitis, bares pequeños con música derramándose por las puertas. Esa noche, lo que más le apetecía era perderse, y Belleville era el lugar perfecto para desaparecer.

Se encontró en la entrada de un bar de jazz, uno de esos pequeños antros donde la música parece ocupar más espacio que la gente. Daniel entró, tomó una mesa y pidió una cerveza. El barman, un hombre mayor con barba gris, le sirvió la bebida sin decir una palabra. No había necesidad de hablar, de explicarse, solo de escuchar la banda tocar y dejar que la noche lo envolviera.

El primer trago de cerveza fue un alivio, un escape del nudo que sentía en la garganta desde que empezó a desmontar la habitación de sus hijos. Cada sorbo era como desmantelar un poco más la ciudad, despegarse de sus calles, de su vida, de todo lo que había significado París hasta ahora. No sabía si se sentía liberado o derrotado; probablemente las dos cosas. La banda tocaba un jazz suave y nostálgico, y Daniel se dejó llevar por la música, perdiendo la noción del tiempo.

Después de varias cervezas, sintió la necesidad de levantarse. Fue al baño y, de camino, pasó por un estrecho pasillo oscuro que llevaba a la puerta trasera. Se detuvo y, en un gesto espontáneo, sacó de su bolsillo una moneda de 2 euros y la deslizó en una grieta de la pared. No lo hizo por superstición, simplemente era un gesto para dejar algo de sí mismo allí, como un último rastro de su presencia en la ciudad que se iba a convertir en recuerdo.

De vuelta en la barra, encontró otra cerveza esperándolo. Daniel la bebió despacio, saboreando el momento como si quisiera despedirse con calma de todo lo que había sido París para él. Dejó el vaso vacío sobre la barra, se levantó y se dirigió hacia la puerta sin mirar atrás.

Pero cuando estaba a punto de salir, sintió una mano en su hombro. Se giró y vio al barman, que lo miraba con la misma calma con la que lo había servido durante toda la noche.
—Monsieur, se ha olvidado de pagar —le dijo, con una sonrisa tranquila, como si fuera la cosa más natural del mundo.

Daniel esbozó una risa breve y seca, que salió más como un suspiro, y sacó su billetera para pagar la cuenta. No era la despedida heroica que había imaginado, ni una última gran noche en París. Solo una despedida absurda, como si la ciudad le diera un último empujón y le recordara que, al final, siempre hay cuentas que saldar.

Pagó, se puso la casaca que llevaba y salió del bar. Belleville, con sus luces borrosas y su música apagándose en la distancia, quedaba atrás.

Regresó a su departamento. La noche aún no terminaba, y el caos de cajas seguía esperándolo. Abrió la puerta de la habitación de sus hijos y se arrodilló junto a las últimas cosas por empacar. Tomó un par de libros de Spiderman, con las páginas gastadas, y unos carritos de Flash McQueen, rayados y maltratados, evidencia de incontables carreras por el pasillo. Poco a poco, siguió guardando todo en silencio, con una sensación agridulce de despedida. Una despedida sin palabras, solo con el eco de risas pasadas y el crujir del cartón de las cajas al cerrarse.

Y mientras seguía ordenando, París lo observaba desde la ventana, una ciudad que lo despedía sin ceremonias, indiferente, como si supiera que, al final, algunos recuerdos siempre se quedan sin guardar.

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