EMILIA Y AGUSTIN


Febrero del 2023, Daniel estaba desanimado, no solo por el vuelo interminable que se venía de Lima a París, sino por el peso invisible que llevaba sobre los hombros desde hacía dias. No habia podido despedirse de sus hijos, y no sabía cuándo volvería a verlos, y la incertidumbre lo tenía al borde del colapso emocional. Estaba destrozado, desgastado. Se subió al avión con la cabeza gacha, como si el mundo se le hubiera caído encima y el techo del avión fuera lo único que lo mantenía de pie.

El asiento del medio. Ni siquiera tuvo la suerte de encontrar algo más cómodo, un lugar donde pudiera sumirse en su dolor sin que nadie lo molestara. Entre la ventana y el pasillo, estaba atrapado. Mientras guardaba su mochila en el compartimento de arriba, sintió una suave presión en el hombro.

—Che, disculpá, ¿te molestaría cambiarte de asiento? —preguntó una voz femenina, con un acento argentino inconfundible.

Daniel giró la cabeza. Frente a él, una pareja sonriente, probablemente en sus treintas, lo miraba con ojos amigables. Ella, Emilia, con el pelo rubio desordenado y una bufanda colorida, le sonreía como si fuera la mejor de las amigas desde hacía años. Agustín, con barba corta y risa fácil, parecía tan tranquilo que Daniel sintió, por un segundo, que cambiar de asiento podría ser lo más sencillo que le hubiera pasado en todo el día.

—Podés quedarte con el pasillo o la ventana, lo que prefieras —añadió Agustín, levantando las manos en señal de paz.

Daniel, sin pensarlo mucho, eligió el pasillo. Siempre prefería el pasillo. Le daba la ilusión de que podía levantarse y escapar en cualquier momento, aunque, claro, de un avión no se escapa tan fácilmente.

Se sentó y, para su sorpresa, los dos argentinos comenzaron a hablarle como si lo conocieran de toda la vida. Al principio, Daniel intentó evadir la conversación con monosílabos, pero en cuanto se dio cuenta de que el vuelo iba para largo, se dejó llevar por el ritmo relajado de Emilia y Agustín. No tenía muchas ganas de hablar, pero había algo en ellos, una calidez, una ligereza que lo hizo sentirse menos atrapado en su dolor.

Agustín era chef y músico en sus ratos libres, y había trabajado en varios restaurantes pequeños de Buenos Aires antes de viajar a Europa. Su pasión por la cocina le había llevado a explorar el arte culinario en cada ciudad que visitaba, pero su verdadero sueño siempre había sido abrir un pequeño restaurante en la capital. Emilia, por otro lado, estaba terminando sus estudios de medicina y siempre parecía llevar consigo una energía contagiosa. A pesar de la presión que implicaba su carrera, mantenía un optimismo inquebrantable, apoyándose en su amor por la música y su curiosidad por las personas para sobrellevar los desafíos. Ambos compartían una vida de aventuras, viajando por diferentes ciudades de Europa mientras planeaban su futuro juntos, con una complicidad que era evidente desde el primer instante.

—Nos conocimos en un asado, pero no fue amor a primera vista —confesó Emilia, riendo mientras miraba a Agustín. —Yo estaba más interesada en su mejor amigo, para ser sincera. Pero resulta que Agustín tiene la mala costumbre de no rendirse.

—La insistencia es mi mejor virtud —dijo Agustín, guiñándole un ojo a Daniel, que no pudo evitar sonreír por primera vez en días.

La historia que le contaron era digna de una comedia romántica. Emilia y Agustín habían estado en la misma ciudad durante años sin cruzarse nunca. El destino, con su sentido del humor retorcido, los había puesto en la misma fiesta, y después de varias copas y de que Emilia rechazara sus avances durante semanas, algo hizo clic.

—Fue una especie de accidente —dijo Agustín—. Literalmente tropecé con ella en un bar después de perseguirla por media Buenos Aires.

—Caí con su patética declaración de amor —agregó Emilia, rodando los ojos y levantando las cejas con cariño.

Mientras los escuchaba, Daniel no pudo evitar sentir una punzada de envidia. Ellos parecían tan libres, tan felices. Cada uno de sus comentarios estaba lleno de bromas y pequeñas complicidades que solo una pareja que ha vivido lo suficiente junta puede compartir. Pero en lugar de molestarse, algo dentro de él comenzó a derretirse. Quizá fue la calidez de sus palabras o la forma en que Agustín la miraba, pero por primera vez en meses, Daniel sintió que estaba en presencia de algo más grande que su tristeza.

Poco a poco, sin darse cuenta de cómo ni por qué, comenzó a hablar. Al principio, pequeñas frases sueltas sobre el vuelo, sobre París, sobre lo difícil que era encontrar un departamento. Pero pronto, las palabras se convirtieron en una avalancha. Les contó todo. Sobre el viaje de fiestas del 2022. Sobre sus hijos. Sobre la falsa acusación que lo había alejado de ellos. Habló de noches sin dormir, de la culpa que lo asfixiaba, de cómo la distancia con sus hijos le había arrancado el alma. Y, mientras hablaba, sin previo aviso, las lágrimas empezaron a caer. No lo pudo controlar.

Emilia, que hasta ese momento había estado escuchando atentamente, le puso una mano en el brazo, como si estuviera hablando con un hermano. Agustín, sorprendentemente serio por primera vez, asintió con la cabeza en silencio. No dijeron mucho. No intentaron consolarlo con palabras vacías. Pero su presencia, la forma en que lo miraban sin juicio, hizo que Daniel se sintiera menos solo en ese avión.

—Nunca dejés de pelear—dijo Emilia suavemente—. Por más lejos que estén, siempre vas a ser su papá.

Daniel asintió, pero no podía hablar. Estaba tan conmovido por la forma en que estos dos desconocidos lo habían recibido, como si todo el dolor del mundo pudiera compartirse en un vuelo de doce horas.

Cuando el avión aterrizó en París, intercambiaron números de contacto y se despidieron con un abrazo. Daniel los ayudó a tomar el taxi. No sabía si volvería a verlos, pero algo le decía que ese breve encuentro había marcado un antes y un después.

Días después, Daniel estaba caminando por Montparnasse, cerca del metro Edgar Quinet, cuando recibió un mensaje de Emilia. Querían reencontrarse en un bar que habían descubierto cerca de la estación. Daniel aceptó la invitación sin pensarlo mucho. París le seguía pareciendo gris, y cualquier excusa para salir de su departamento le venía bien.

Cuando llegó al bar, los vio sentados al fondo, con una botella de vino casi vacía en la mesa y sonrisas cómplices en el rostro.

—¡Daniel! —dijo Agustín mientras lo llamaba con entusiasmo. Tras los saludos y ponerse al día, le contaron que habían recorrido Francia tras el vuelo—. Primero fuimos a Bordeaux, luego a Marsella y Lyon, ¡y ahora vamos rumbo a Berlín!

—Sí, teníamos que aprovechar la gira —añadió Emilia entre risas—. Pero te tenemos una sorpresa antes de irnos.

Agustín, sacando una guitarra que estaba apoyada en la esquina de la mesa, sonrió tímidamente.

—Escribimos un par de canciones para vos, para que recuerdes a tus hijos. Nos inspiraste tanto con lo que nos contaste que quisimos componer algo para vos.

Daniel se quedó quieto mientras Agustín empezaba a tocar. Era una melodía simple, pero llena de sentimiento. él cantó suavemente, con una voz que parecía flotar en el aire, hablando de la distancia, de la paternidad, del amor que no se pierde aunque el tiempo y la separación lo golpeen. Mientras la canción avanzaba, Daniel sintió un nudo en la garganta. Las palabras, las imágenes, todo lo que habían puesto en esa canción lo golpeaba directamente en el pecho.

No pudo evitarlo. Se derrumbó. Las lágrimas comenzaron a caer, sin poder contenerlas, sin querer siquiera intentarlo. Se cubrió el rostro con las manos, dejándose llevar por la emoción, Emilia le acariciaba el cuello y Agustín siguió tocando hasta el final, como si supieran que, en ese momento, lo que más necesitaba no eran consuelos vacíos, sino simplemente dejar salir todo el dolor acumulado.

Cuando la música terminó, Emilia lo abrazó fuerte y Agustín le dio una palmada en la espalda. Ninguno dijo una palabra más sobre el tema. No hacía falta.

Daniel se despidió de ellos esa noche con el corazón un poco más ligero. Sabía que el dolor seguía ahí, que la distancia con sus hijos no desaparecería de un momento a otro, pero también sabía que tenía amigos, aunque fueran recién conocidos, que estaban dispuestos a acompañarlo en esa travesía. Y, a veces, eso es todo lo que uno necesita para seguir adelante. Aquí la canción.

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