¿POR QUÉ NO TIENES CARRO?


Sábado en Lima, con su ruido y su caos, los bares repletos y el aire espeso de conversaciones de fin de semana. Daniel y Franco se encontraban como dos sobrevivientes, cada uno cargando su propio desastre. Habían quedado en el bar à vins de siempre, ese al que volvía, como quien vuelve al útero, cada vez que las cosas se complicaban.

Esa noche, Daniel estaba agotado. Había tenido un día largo entre juegos con sus hijos, el bautizo de una amiga de la universidad y una reunión interminable con su abogado para discutir los temas que no dejaban de acechar su vida legal. Franco, en cambio, arrastraba una tristeza que ya no podía disimular. Su relación de siete años había terminado de una manera que parecía más un desalojo que una despedida. Su exnovia había decidido cortar todo contacto, incluso el vínculo que Franco había logrado forjar con su hijo, quien para él era lo único que aún le daba sentido a la vida.

Emanuel, el sommelier amigo, les soltó un rollo químico sobre taninos, roble francés y fermentación, como si les estuviera desvelando los secretos del cosmos. Pidieron una botella de vino fuera de carta. Daniel lo escuchaba en silencio, y Franco, como si al fin hubiera roto el dique, comenzó a hablar.

—Es raro, ¿sabes? —dijo Franco, aferrándose a su copa—. Ahora todo se siente tan vacío. No sé cómo explicártelo, pero es como si todo hubiera perdido sentido.

Daniel escuchaba en silencio, tragando cada palabra amarga de su amigo. Sabía que no había mucho que decir; conocía bien esa sensación de desmoronamiento, de cómo el mundo sigue avanzando aunque uno ya no tenga nada más que ofrecerle. Franco continuó, cada vez más sombrío.

—Lo peor es que ni siquiera puedo verlo a él, al niño. Me dice que es por su bien, para que no se confunda. ¿Qué se va a confundir? ¡Si yo sólo le puedo dar amor! —Su voz se quebraba, y Daniel podía ver el dolor desbordándose en cada palabra.

Intentando cambiar el tono, Daniel le preguntó por la pastelera, esa chica a la que Franco había comenzado a ver hacía poco. Él se rió un poco y su semblante se suavizó al hablar de ella.

La pastelera… sí, es alguien diferente —la mirada de Franco se iluminó levemente, como si en la oscuridad de su tragedia, ella fuera el único rayo de luz—. La conozco de hace años, de la parroquia. Es alguien admirable, ¿sabes? Salió adelante a punta de esfuerzo, de meterle ganas y talento. Se ha hecho un nombre, ha trabajado en restaurantes por medio mundo…

Daniel lo escuchaba y lo veía sonreír, aunque sentía que aquella admiración venía con una mezcla de precaución, de temor a ilusionarse. Sabía que, en el fondo, Franco aún estaba demasiado roto como para sostener una historia que aún no empezaba del todo.

Para aligerar la atmósfera, Daniel accedió al pedido de Franco de contarle la anécdota que todos conocían de cuando, a inicios de año, conoció a una chica en una discoteca. Sin saber cómo acercarse, le pasó su celular con una nota rápida, pidiéndole su número. “Si te parece muy creepy, no lo apuntes”, le había escrito. Para su sorpresa, la chica le respondió riéndose al instante y él, feliz, creyó que había encontrado algo especial.

—¿Y qué pasó? —preguntó Franco, divertido.

—Nada —Daniel hizo una pausa, mirando su copa de vino como si allí se escondiera alguna respuesta—. Tiene 24, salimos algunas veces y un día, ella me miró y me soltó: “¿Por qué no tienes carro?”. Esa fue la señal de alarma. Me di cuenta de que, para ella, no se trataba de conocernos o de salir a divertirnos; se trataba de saber qué podía ofrecerle.

Ambos se rieron, aunque la risa venía cargada de una ironía amarga. Se sentían, de alguna forma, fuera de lugar en un mundo en el que la gente valoraba más lo material que lo que realmente importaba. Franco aún se reía cuando la mirada de Daniel se detuvo en alguien que no esperaba ver. No hubo reproches ni desilusiones ruidosas, solo una aceptación fría y serena, una especie de epifanía silenciosa.

Terminaron de hablar del partido U-Cristal, pagaron la cuenta y salieron a caminar sin rumbo fijo, hablando de cosas más ligeras. A unas calles, se toparon con el bar de Charlie, un amigo de colegio de Daniel que había abierto su propio negocio de cerveza artesanal.

—¿Aquí es? —preguntó Daniel al verlo en la vereda mientras se daban un beso de hermanos.
—Sí, aquí es, hay mesa al fondo —dijo Charlie, indicándoles que pasaran.

Se acomodaron en una mesa del fondo y pidieron un par de cervezas. El ambiente era cálido, con una iluminación tenue que daba al lugar un aire clandestino, en construcción, un lugar donde todo podía decirse y nadie iba a escuchar. Entre las risas y las anécdotas, Daniel no podía sacarse de la cabeza algunos pensamientos. Las cervezas con nombres sofisticados llegaron y supieron a miel, como esa bocanada de aire que uno siempre necesita cuando está regresando de haber corrido la mejor ola. Charlie se les unió un rato, contando sus peripecias de emprendedor en un país tan impredecible como Perú, donde las leyes parecían cambiar de acuerdo al humor del funcionario de turno.

Cuando se hizo tarde, terminaron en el bar de siempre, ese lugar que había sido su refugio desde la universidad, un santuario que, durante años, había sido testigo de confesiones, risas y alguna que otra lágrima mal disimulada. Se instalaron en la esquina de siempre, y mientras escuchaban El amor después del amor de fondo, la conversación volvió a tomar un tono melancólico. Daniel miraba a Franco, notando en él algo que ya había visto antes, ese cansancio profundo que queda cuando todo se ha perdido y no hay esperanza de recuperar nada.

De pronto, Franco lo miró y, sin querer decir algo profundo ni hacer un drama, soltó una frase muy suya, de esas que encierran una crudeza desarmante:

—Al final, todos terminamos solos, ¿no?

Daniel lo miró en silencio, sin saber qué responder. La frase de Franco le parecía brutal, una verdad que le arañaba el alma. Sabía que su amigo hablaba desde un lugar oscuro, desde esa herida que aún no había cerrado, pero, en el fondo, entendía lo que quería decir. Toda esa noche era como ese vino que ambos habían compartido en el bar à vins: intenso, con un toque amargo y, a veces, demasiado difícil de digerir.

Eran ya las tres de la mañana cuando salieron de su bar favorito, caminando en silencio bajo las luces apagadas de la ciudad. No se dijeron mucho más; no hacía falta. Ambos sabían que esas noches de bar, con risas y confesiones, eran lo único que realmente les quedaba en ese momento. La ciudad seguía, ajena a sus dramas, mientras ellos se alejaban como dos sombras perdidas en una Lima que siempre parecía demasiado grande, demasiado cruel, de la que tenían que huir, en Uber.

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