VIAJE AL PASADO EN CLASE EJECUTIVA
Era el verano del '99, un verano que quedó grabado en mi memoria como uno de los más felices. Acababa de cumplir 13 años y, como cada verano, mis padres me inscribieron en unas vacaciones útiles. Lo de siempre: fútbol, básquet, juegos y un extraño taller de supervivencia estilo Boy Scout en la Costa Verde de Lima. El lugar, una especie de oasis deportivo con canchas y pistas de patinaje, parecía sacado de una película de aventuras. Íbamos los lunes, miércoles y viernes. En esa época, era como si cada uno de esos días fuera una pequeña aventura planificada. Además, era el momento ideal para socializar, conocer gente nueva, y, para ser sincero, para descubrir a las chicas, que eran casi un mundo desconocido para nosotros.
En ese entorno conocí a Ricardo. Un chico flaco y larguirucho, muy bueno en basquet y con una obsesión rara por coleccionar latas de gaseosas de los lugares más remotos del planeta. Ricardo estudiaba en un colegio inglés y, para mi sorpresa, vivía a solo tres cuadras de mi casa, a la que me había mudado hacía poco. No había sido fácil adaptarme, pues en mi anterior barrio en las torres de San Borja, más popular y ruidoso, tenía una pandilla de amigos hecha a medida. Pero en esta nueva zona, las cosas eran diferentes, más tranquilas, y encontrar amigos había sido un reto. Ricardo, con su energía y su actitud descomplicada, llegó en el momento justo.
Viajábamos juntos en una movilidad que nos recogía temprano en la mañana y nos dejaba de vuelta a las 5 de la tarde. Poco a poco nos fuimos haciendo inseparables. Nos pasábamos el tiempo jugando chipitaps y coleccionando Pepsi Cards. Fue en ese verano que conocimos a las mellizas: María Paz y María José, dos chicas que, con su mirada juguetona, se convirtieron en nuestro primer gran desafío adolescente. Recuerdo que un día, Ricardo, mucho más valiente que yo, invitó a María José al Daytona Park. Yo, presionado por su audacia, me animé a invitar a María Paz, solo después de que él me empujara a hacerlo. Fue ahí, en el Laser Quest, donde tuve mi primer beso. El más dulce que jamás he probado.
En la casa de Ricardo, solíamos pasar las tardes jugando Fútbol Excitante, una versión de un juego japonés de Supernintendo adaptada al peruano que, no sé cómo, lograba capturarnos por horas. Recuerdo también la llegada de su PlayStation, y con él, el impactante Tekken 3, un juego que parecía traído del futuro con esos gráficos “ultrarrealistas” que nos dejaron boquiabiertos. Pasábamos horas en su sótano, que él había conquistado como su reino privado, comiendo tortillas de choclo que su mamá nos bajaba con chicha morada. Ese sótano tenía un patio inglés, perfecto para desconectar del mundo. En su casa, siempre había comida, torta de chocolate, snacks, y la presencia maternal de su madre que, sin hacer ruido, siempre estaba pendiente de nosotros.
Nunca lo supe en ese momento, pero ese verano fue probablemente uno de los más felices de mi vida. La casa de Ricardo se convirtió en mi refugio. Recuerdo una paz inmensa cuando estábamos ahí, como si el mundo fuera tan simple como lo era en esas tardes de videojuegos y tortillas. "Somos hermanos", me dijo Ricardo una vez, cuando regresábamos del Daytona Park con las mellizas y tratábamos de embriagarnos con guaraná Backus. Y en ese momento, lo sentí de verdad.
Pero todo cambió hacia el final del verano. Una tarde, cuando la movilidad nos dejó frente a la casa de Ricardo, vimos una ambulancia estacionada en la puerta. Ricardo, asustado, salió corriendo hacia su madre, quien, sentada en la camilla, nos saludó con una sonrisa cansada. Le dijo a Ricardo que tenía que ir a la clínica, pero que no se preocupara, que la cena ya estaba servida en el microondas y que su uniforme para el colegio estaba lavado y listo. Le habló de su mochila favorita, la morada, y que ya la había lavado para que la llevara al primer día de clases.
Ese día, Ricardo no quiso jugar Fútbol Excitante. Se quedó en silencio, mirando el suelo. Poco sabía yo que esa sería la última vez que vería a su madre. Semanas después, ella falleció. Nunca supe cómo lidiar con esa noticia. Nos encontramos paseando por el parque, estaba con su perro, y cuando le pregunté -estupidamente- si estaba triste, me respondió con una calma extraña. "Sí, estoy triste", me dijo, "pero ya me habia hecho la idea". No sabía qué decirle, así que solo lo acompañé en silencio. La pérdida de su madre lo había cambiado. Lo vi crecer en cuestión de semanas, y la inocencia que había en sus ojos desapareció por completo.
Seis meses después y antes de terminar el año 99, Ricardo se mudó a Estados Unidos con su padre. Nuestra despedida fue fría, sin grandes emociones, como si ambos supiéramos que lo que habíamos vivido en ese verano del '99 era una etapa que no volvería. Le regalé mi copia de Metal Gear Solid y él me dijo: "Cuando regrese, vemos quién avanzó más". Pero nunca volvió.
Años después, en uno de mis últimos viajes a París, hice escala en Atlanta. Estaba leyendo El olvido que seremos de Abad Faciolince, completamente absorto en la historia, cuando de pronto levanté la mirada y vi a un grupo de aeromozas y pilotos pasar. Entre ellos, uno me miró directo a los ojos. "¡Dani!", me gritó, y de inmediato supe que era Ricardo. Nos fundimos en un abrazo interminable.
Ricardo era el piloto de mi vuelo. No lo podía creer. Nos abrazamos como si todo el tiempo que había pasado entre nosotros se evaporara en ese instante. Aún no me entraba en la cabeza la idea de que mi amigo de la infancia, el chico con quien compartí el verano más feliz, ahora estaba frente a mí con un uniforme de piloto. Durante el trayecto, se aseguró de que viajara en clase ejecutiva, algo que jamás me había pasado. Fue un gesto de generosidad que me hizo recordar al Ricardo de siempre, el que daba sin esperar nada a cambio, el que siempre te hacía sentir bienvenido en su mundo, como si todo lo que le importara fuera verte feliz.
Lo vi salir de la cabina cuando el vuelo ya estaba en pleno y durante casi 45 minutos se sentó conmigo. Hablamos de todo: de la vida, de lo que había cambiado para ambos, y claro, del verano del ‘99. Nos reímos recordando el Fútbol Excitante, los interminables juegos de Tekken 3 y cómo solíamos competir por quién era mejor en todo, desde los videojuegos hasta las chicas. Pero cuando llegamos al tema de su madre, la conversación se volvió más pausada, más íntima. “Desde ese día cambió todo”, me confesó con una serenidad que solo alguien que ha vivido tanto dolor y tantas transformaciones puede tener. Era como si el tiempo le hubiera dado una perspectiva que antes ninguno de los dos tenía. Lo que para mí fue el final abrupto de una etapa, para Ricardo había sido el comienzo de una vida nueva, dura, una que lo obligó a crecer antes de tiempo.
"Querías ser jugador de la NBA", le dije, riendo, tratando de devolver un poco de ligereza a la conversación, aunque sabía que detrás de esa broma había una verdad amarga: todos esos sueños de infancia se habían quedado en el aire.
"Y tú querías ir a las Olimpiadas en natación", me respondió con una sonrisa. En ese momento, los dos reímos, pero era una risa cargada de nostalgia, una risa que sabía que habíamos dejado atrás tantas cosas, tantas ilusiones de juventud. El chico que soñaba con ser estrella del básquet ahora volaba aviones, y yo, el que quería nadar hasta el oro olímpico, ahora lidiaba con mis propios naufragios personales. Pero ahí estábamos, juntos, como si el destino nos hubiera dado un respiro, una oportunidad para recordar quiénes éramos y cómo habíamos llegado hasta aquí.
Mientras hablábamos, me di cuenta de algo que tal vez nunca había entendido antes: la vida, con toda su crueldad y sus sorpresas, nos había moldeado de maneras que jamás habríamos imaginado. Hacemos tantos planes, construimos tantas expectativas, pero la realidad se encarga de mostrarnos que lo que realmente podemos controlar es mínimo comparado con lo que el destino nos tiene preparado. Y de alguna manera, sentí paz al darme cuenta de que, aunque la vida no había sido como la habíamos soñado, estábamos bien. Seguíamos en pie.
Al llegar a Lima, ninguno de los dos quería que esa conversación terminara. Nos quedamos en el avión hablando, recordando a las mellizas, las tortillas de choclo, el fútbol, la casa de Ricardo con su patio inglés y las tardes interminables de verano. Pero la realidad, como siempre, se impuso. Los encargados de la limpieza del avión comenzaron a entrar, anunciando tácitamente que ya era hora de salir. Se había acabado el vuelo, pero nosotros seguíamos ahí, aferrándonos a ese momento como si fuera lo último que nos quedaba de nuestra amistad de niños.
Nos levantamos, y antes de pasar por migraciones, nos abrazamos de nuevo. Esta vez, el abrazo fue distinto. No era el de dos adolescentes que se despedían, sino el de dos hombres que habían vivido lo suyo y que, a pesar de todo, habían vuelto a encontrarse. Ricardo me dio su dirección en Atlanta, y yo la mía en Lima. “Nos volveremos a ver”, me dijo, y esta vez, esa promesa no me sonó vacía. Sentí que, por primera vez en mucho tiempo, esas palabras tenían peso, tenían futuro. A veces, la vida te da segundas oportunidades para continuar las amistades que nunca deberían haberse terminado. Y yo estaba dispuesto a aprovecharla.
Comentarios