EL VENGADOR DE LA CAMISA PLANCHADA
Alberto nunca había sido un héroe, ni siquiera en sus mejores días. Era un hombre común y corriente, con una barriga incipiente, canas que asomaban sin pedir permiso, y una resignación a la vida que casi podía considerarse un arte. Pero el amor de un padre es capaz de transformarlo todo. Hasta al más ordinario de los hombres lo convierte en un vengador de película clase B, aunque su capa huela a agua de colonia barata y su valentía esté hecha de pura terquedad.
La historia comienza la noche de Halloween, cuando su hijo Andrés, un joven de 19 años con más entusiasmo que cerebro (y una preocupante tendencia a las malas decisiones), decidió salir de fiesta. Se disfrazó de pirata, como si aquel disfraz barato pudiera protegerlo de las desgracias de la vida. Con su parche en el ojo, un garfio de plástico y una botella de ron a medio terminar, Andrés se dirigió a una discoteca de moda en el cono norte. Ahí fue donde todo comenzó, o mejor dicho, donde todo se desmoronó de forma épica.
La fiesta estaba en pleno apogeo, un desorden electrizante de luces de todos los colores y música tan fuerte que hacía temblar hasta el último hueso. Andrés, con su disfraz de pirata medio desarmado y la botella de ron que sostenía como un trofeo, estaba en su elemento. El parche en el ojo se le había torcido, el garfio de plástico se tambaleaba en su mano, y el sombrero tricornio se inclinaba peligrosamente hacia un lado. Pero a él le daba igual. Bailaba como si el mundo fuera a acabarse al amanecer, con movimientos torpes pero entusiastas, como un marinero borracho celebrando haber sobrevivido a una tormenta.
Había llegado a la discoteca con un grupo de amigos, pero, como suele ocurrir en esas noches largas y desenfrenadas, en algún punto se separó de ellos. Mientras se tambaleaba por la pista, con la música estruendosa y las risas ebrias de fondo, no tardó en captar la atención de dos mujeres. Una era morena, con el cabello suelto que le caía en cascada por la espalda y un vestido rojo que brillaba bajo las luces. La otra, más redonda, rubia platinada, llevaba un conjunto de cuero que la hacía parecer una cazadora de recompensas en una película de bajo presupuesto. Ambas se acercaron a él casi al mismo tiempo, como tigresas rodeando a su presa.
—¡Ey, pirata! —le gritó la morena, lanzándole una mirada que era una mezcla de coqueteo y burla—. ¿Dónde has escondido tu tesoro?
Andrés, con la lengua pastosa y el cerebro flotando en una nube de alcohol, intentó responder algo ingenioso. Algo sobre el tesoro estar en su corazón, pero las palabras salieron atropelladas, como si su boca se hubiera olvidado de cómo funcionar.
—¡Aquí mismo, capitana! —dijo al fin, soltando una risa que solo él encontró graciosa.
La rubia, sin querer quedarse atrás, lo tomó del brazo con una familiaridad que a Andrés le resultó desconcertante y un poco halagadora.
—¡Oye, pirata, tú me prometiste un baile! —le reclamó, como si la vida de ambos dependiera de ello.
Andrés no recordaba haber prometido nada, pero ¿a quién le importa la verdad cuando estás borracho y dos mujeres pelean por tu atención? Se dejó arrastrar al centro de la pista, donde ellas se turnaban para bailar con él, cada una con un estilo más provocativo que la otra. Se movían como si estuvieran en una competencia secreta, lanzándose miradas asesinas y sonrisas que apenas lograban ocultar la tensión.
Todo parecía ir de maravilla, al menos en la nebulosa mente de Andrés. Sentía que estaba viviendo una de esas noches de película, el protagonista de una historia que terminaría con él ganando algún tipo de premio por ser el hombre más afortunado del mundo. Pero pronto, la atmósfera comenzó a cambiar. La música se volvió más intensa, y la competencia entre las dos mujeres dejó de ser un juego.
La morena empujó ligeramente a la rubia, que reaccionó con una fuerza inesperada, y antes de que Andrés pudiera procesar lo que estaba pasando, las dos estaban enzarzadas en una pelea. Se jalaban de los cabellos, gritándose insultos dignos de un mercado de barrio. La morena le gritaba a la rubia que se largara, que Andrés era suyo. La rubia, por su parte, no se quedaba callada: juraba que ella lo había visto primero y que no iba a dejarlo ir tan fácil. Las uñas largas y afiladas de ambas se convirtieron en armas, y el público que se había reunido alrededor de ellos miraba el espectáculo con una mezcla de asombro y diversión.
El joven Andrés, que apenas podía mantenerse en pie, observaba la escena con una expresión de total desconcierto. Era como ver una telenovela ridícula, pero él era el protagonista involuntario. Quería decirles que se calmaran, que no valía la pena pelear por un pirata de plástico que ni siquiera sabía dónde estaba parado, pero las palabras no salían. La situación era tan surrealista que se preguntó por un breve segundo si todo era un sueño febril causado por el exceso de alcohol.
Y entonces, justo cuando parecía que las cosas no podían empeorar, sintió un mareo repentino, como si el suelo se hubiera convertido en arena movediza. La visión se le nubló, y el ruido de la discoteca se desvaneció en un zumbido lejano. Sintió que caía, que su cuerpo dejaba de responderle, y lo último que escuchó antes de perder el conocimiento fue el eco de las mujeres gritando su nombre. Luego, la oscuridad lo envolvió, y Andrés, el pirata desastroso, se convirtió en un náufrago sin remedio.
Lo encontraron más tarde, tirado en una acequia, inconsciente y despojado de todo lo que llevaba: 300 soles,sus tarjeta, sus documentos, su ropa… y lo que quedaba de su dignidad. Las dos mujeres, madre e hija según descubriría después, se habían desvanecido como sombras en la noche, dejándolo con una lección que no olvidaría tan fácilmente: en la vida real, los piratas siempre terminan pagando un precio por sus aventuras, y no siempre es el que esperan.
Quince días después, su papá, Alberto, todavía no podía superar el trauma. ¿Qué padre podría? Veía a su hijo con una mezcla de amor y lástima, recordando lo frágil que se veía en la acequia aquella madrugada, y algo se encendió en su interior. Un deseo de justicia, de redención. O, como diría él, un deseo de que alguien pagara por esa humillación.
—Esto no se queda así —dijo un día, con la determinación de un tipo que se ha convencido de que los héroes sí existen y que, a falta de uno real, le tocaba serlo a él.
Y así comenzó la odisea de Alberto. Un hombre de 42 años con más canas que paciencia, armado no con espada ni escudo, sino con su celular, algunos billetes cuidadosamente doblados y la bendición de su cuñado, Ricardo, quien, entre incrédulo y divertido, le prometió seguirlo desde lejos en caso de emergencia. Alberto se preparó para enfrentarse a las féminas que habían despojado a su hijo de su dignidad, dinero y ropa. No era la venganza épica de una novela de acción, sino más bien una de esas historias que harían reír al lector cínico de un periódico de chismes.
La discoteca, 15 días después de Halloween, había vuelto a su normalidad: ni un disfraz a la vista, solo adolescentes y veinteañeros en ropa ajustada, tragos baratos y luces que parecían tener un problema de epilepsia. Alberto, en su look de "padre desencantado con la vida" —camisa bien planchada, pantalones con línea al medio que no encajaban en ese universo, y zapatos que clamaban haber visto tiempos mejores— no podía estar más fuera de lugar. Pero tenía una misión, y eso le daba una determinación que se confundía con valentía.
Ahí estaban ellas, las dos féminas, como depredadoras esperando a su presa. Una, morena de labios carmín y vestido ajustado que parecía tener la habilidad de cambiar de color bajo las luces de neón; la otra, una rubia platinada de ojos que prometían más peligro que placer. Alberto las reconoció de inmediato. Era imposible olvidar la descripción de las caras de las mujeres que habían reducido a su hijo a un náufrago inconsciente en una acequia.
—Hola, papito, ¿estás solo? —la morena lo abordó con una sonrisa que tenía menos de genuino y más de guillotina.
Alberto sonrió de vuelta, un gesto torpe, de esos que solo alguien completamente fuera de su elemento podría ejecutar.
—Sí, pero no por mucho tiempo, espero.
Sabía que no era ningún galán, y ellas también lo sabían. Pero lo que no sabían era que esta vez, el juego no se jugaba solo bajo sus reglas. Se sentó con ellas y pidió una cerveza. Cuando el mesero la trajo, observó cómo las mujeres se lanzaban miradas cómplices. La cerveza, a sus ojos de bebedor experimentado, tenía algo raro: demasiada espuma, un resplandor sospechoso bajo la luz. Y sin embargo, Alberto estaba dispuesto a seguir con el teatro.
El ambiente era una mezcla de risas exageradas, miradas que parecían puñaladas y un olor a juventud descarriada que a Alberto le daba náuseas. Intentaba seguir el ritmo de la conversación, que era tan vacía como el cráneo de un muñeco de peluche. La rubia, con una sonrisa que probablemente cobraba extra por peligrosidad, le propuso algo tan absurdo como inquietante.
—Si te tomas esta cerveza de un solo trago —dijo, inclinándose hacia él, como si estuviera revelando un secreto invaluable—, te doy un beso que no vas a olvidar.
Alberto miró el vaso, dudando por un segundo. No era ningún novato, y sabía que esa cerveza no estaba bien. Pero estaba dispuesto a hacer el sacrificio, todo por su hijo. Así que, con el orgullo de un mártir dispuesto a ser recordado, agarró el vaso y se lo bebió. Cada trago sabía a traición, a veneno, a una decisión que probablemente le costaría años de vida. Pero se lo terminó, y para cuando dejó el vaso vacío sobre la mesa, el mundo ya se tambaleaba a su alrededor.
Sintió cómo la cabeza le empezaba a girar, las piernas se le transformaron en gelatina, y las risas de las féminas se tornaron ecos distantes. Era el momento de sacar la carta final, y con un gesto torpe pero urgente, activó la llamada rápida en su celular. El mensaje estaba claro: Ricardo, era el momento.
Las mujeres, pensando que tenían a otro incauto bajo su hechizo, comenzaron a llevarse a Alberto hacia un lugar más discreto. Él, con una actuación digna de una telenovela barata, se dejó arrastrar, fingiendo estar completamente derrotado. Mientras lo conducían a un cuarto oscuro en las afueras de la discoteca, no se dieron cuenta de que la escena estaba a punto de girar en su contra.
Ricardo y la policía, que habían estado esperando en un auto estacionado a la vuelta, entraron en acción. Fue una redada que probablemente no estaba a la altura de un operativo de película, pero tenía toda la adrenalina que un padre vengador podía desear. Alberto, que ya estaba medio inconsciente por la bebida adulterada, apenas podía mantenerse en pie. Pero cuando las esposas se cerraron sobre las muñecas de las féminas y escuchó sus gritos de sorpresa y de reclamo, supo que había logrado lo imposible.
El amor de un padre, pensó mientras se desmayaba en brazos de su cuñado, nunca había sido tan grande ni tan ridículamente heroico.
Y así terminó la aventura. Alberto, el héroe improbable, aprendió que el amor de padre te lleva a lugares insospechados, incluso al borde del ridículo. Mientras la policía se llevaba a las peperas, él sonreía, consciente de que, aunque nunca sería un héroe de verdad, había hecho lo que pudo por su hijo. Y eso, en su mundo de hombre común, era más que suficiente.
Las dos mujeres salieron libres antes de que Alberto pudiera terminar de contarle su hazaña a sus amigos. Se rumorea que la rubia y la morena aún acechan discotecas del cono norte, reluciendo como una trampa bien armada. Porque en este país, las malas decisiones siempre encuentran una segunda oportunidad… o, en el caso de estas mujeres, una tercera, cuarta y quinta.
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