LA PATRULLA SALVADORA
En aquellos días, los carnavales eran la gran fiesta del barrio. Recuerdo jugar a lanzar globos de agua y correr por las calles húmedas de la sopita, el laberinto de callejones que habia cerca. Jugábamos hasta llegar a la Avenida Sáenz Peña, esquivando a los adultos que a veces se unían al juego con sonrisas y gritos. Tenía tres amigos inseparables: Francesco y Gennaro, dos hermanos hijos de italianos, cuyos padres muy mayores tenían una pulpería en la esquina. Claro que, a mis cinco años, yo entendía que “pulpería” era una tienda donde vendían pulpos, me parecía lo más lógico del mundo. Rita, por otro lado, era una niña del barrio, hija de una señora que vendía todo tipo de artículos de plástico en el mercado. Nos pasábamos horas pateando una pelota contra el portón de madera de un terreno vacío, que servía como bodega para las carretas de los ambulantes que ocupaban la avenida.
Pero ese mundo de calles bulliciosas y amigos de infancia cambió unas pocas semanas después de mi sexto cumpleaños. Mis padres decidieron que nos mudaríamos a San Borja, un distrito más ordenado y de clase media. Dejamos atrás el Callao y llegamos a las Torres de San Borja, un conjunto habitacional popular con edificios que parecían sellos pegados en una hoja blanca, distribuidos sin lógica alguna, pero que escondían una vida de barrio que me marcaría para siempre.
Era verano, el día que llegamos al nuevo departamento en el quinto piso, recuerdo haber escaneado mi entorno con la curiosidad de un niño que buscaba cómplices para futuras travesuras. Fue ahí cuando vi a Evelyn y María Cristina, dos niñas de mi edad que vivían en el mismo piso. La amistad con ellas fue inmediata. Evelyn iba a un colegio nacional cercano, y María Cristina asistía a un colegio parroquial en la avenida San Luis.
Era la época de Carrusel, la novela infantil que estaba de moda, y pronto formamos un ritual: ver la televisión juntos, compartir risas y comentar las peripecias de los personajes. Poco después, el final del verano trajo de vuelta a Jorge y Diego, dos hermanos que vivían en el tercer piso y que regresaron de sus vacaciones. Con ellos aprendí a jugar con el trompo, un juego que al principio se me resistía mucho, pero que terminó siendo una de nuestras actividades favoritas.
Las Torres de San Borja, a pesar de su aparente desorden urbanístico, eran el paraíso perfecto para un niño. Los edificios estaban distribuidos como si alguien hubiera arrojado dados en un tablero, pero eso solo lo hacía más emocionante. Los recovecos, los jardines, los rincones muertos… eran como un gigantesco campo de juegos. A mediados de ese año, nosotros cinco —Jorge, Diego, Evelyn, María Cristina y yo— decidimos fundar La Patrulla Salvadora, inspirados en Carrusel. Nos dedicábamos a salvar chanchitos de tierra, a capturar mariposas que volaban despreocupadas por los jardines, a entrenar nuestros tiros de pelota para atravesar arbustos y a arrancar sus flores rojas para saborear el néctar dulce y ácido, con ese amargor final que nunca nos cansaba.
La Avenida Canadá, que hoy es un mar de autos, en esos días era solo una calle tranquila de dos carriles. Pocos se atrevían a cruzarla sin razón. Durante los carnavales, nuestra diversión favorita era subir al último piso y arrojar globos de agua a los transeúntes que pasaban por ahí. Los días se sentían infinitos, llenos de risas y aventuras sencillas, y aunque el tiempo ha pasado, esas memorias siguen frescas, como los colores de un verano que nunca termina.
La vida en las Torres de San Borja era como vivir en un microcosmos donde las aventuras nunca faltaban. Durante las vacaciones, mi rutina era simple: jugar hasta que el cielo se hiciera negro y el aire se enfriara. Podíamos estar corriendo o inventando juegos hasta tarde, y siempre había un momento en que la voz de mi madre, como un eco lejano, resonaba desde el quinto piso: “Danieeeeel, ya es hora!” A veces pretendía no oírla, disfrutando esos minutos extras de libertad, pero sabía que no podía ignorarla por mucho tiempo. Lo curioso es que, en ese entonces, nuestra seguridad no era una preocupación constante. Era común que los niños jugaran hasta bien entrada la noche, y nadie se inquietaba demasiado.
Hoy, al pensar en mi hijo de cinco años, no me imagino dejarlo solo ni por un segundo. Los tiempos han cambiado; la idea de permitirle explorar la calle como lo hacía yo en mi infancia me llena de ansiedad. Pero en aquel entonces, las Torres eran un lugar donde la comunidad entera parecía colaborar en nuestra crianza. Había viejitas paseando perritos y viejitos leyendo el periodico en las plazas, siempre dispuestos a vigilar con discreción. Los bodegueros sabían nuestros nombres y, más que comerciantes, eran como guardianes improvisados, observando y cuidando que no nos metiéramos en problemas. Era como si existiera una red invisible de protección que mantenía a todos en su lugar y a salvo.
Una vez, recuerdo haberme aventurado más allá de lo permitido, impulsado por esa curiosidad insaciable que solo los niños tienen. Crucé la huaca, un espacio que marcaba el límite de nuestro universo, y llegué hasta la avenida Javier Prado, un territorio prohibido para mí. Apenas me encontraba admirando la enormidad de la avenida cuando un señor que conocía a mi madre me vio y se acercó, con una mezcla de sorpresa y autoridad. -¿Qué haces aquí?- me preguntó, y antes de que pudiera inventar alguna excusa, me tomó de la mano y me escoltó de vuelta a casa. Lo siguiente fue mi madre agradeciéndole, y yo, con una vergüenza a medias, prometiéndome no volver a cruzar ese límite. Pero la lección era clara: de alguna manera, siempre estábamos protegidos.
Pasé incluso una navidad que casi se convierte en tragedia por una travesura infantil. Habíamos conseguido un montón de chispitas mariposas, esas pequeñas bengalas que chisporrotean y decidí, con la brillante lógica de un niño, tirar una de ellas por el ducto de basura del edificio. No pasó mucho tiempo antes de que comenzara a oler a humo, y pronto nos vimos evacuando el edificio en medio del caos. Nadie sabía de dónde provenía el fuego hasta que, con la cara roja de vergüenza y miedo, confesé lo que había hecho. El susto fue monumental, pero incluso esa vez, la comunidad se mantuvo unida, asegurándose de que todos estuvieran bien.
Los jardines y las plazas eran nuestro universo. Los arbustos de mediana altura eran como planetas desconocidos que explorábamos, y las rutas entre los edificios eran caminos hacia otras galaxias. Visitar a amigos de otros bloques se sentía como un viaje a tierras lejanas, y cada edificio tenía su propia entrada, con escaleras y secretos que lo hacían único. Era un mundo inmenso dentro de un espacio reducido, y nosotros, los niños de las Torres, éramos los exploradores de ese universo. Las aventuras eran infinitas, y cada día traía nuevas historias que, aunque simples, se sentían inmensas en la inocencia de la infancia.
Un día, en la bodega de Don Oscar, un hombre amable y siempre sonriente que manejaba esa pequeña tienda donde pasábamos a comprar chocolates Sorrento y golosinas para nuestras aventuras, ocurrió algo que nunca olvidaré. Estábamos allí con mis amigos Jorge, Diego, Evelyn y María Cristina, planeando qué comprar para acompañar nuestro día de juegos, cuando Don Oscar, de repente, se inclinó hacia la vitrina, como buscando apoyo. Jorge fue el primero en notar lo que ocurría y gritó, alarmado: "¡Don Oscar, qué le pasa!"
Don Oscar murmuró una palabra que, para mí, eran un enigma, pero Jorge, con sus siete años y una perspicacia inesperada, entendió rapidamente. -Dijo 'eseoese', necesita ayuda- explicó Jorge rápidamente. En nuestra inocencia infantil, Evelyn y yo intentamos levantarlo, como si nuestras pequeñas fuerzas de 6 años pudieran lograr algo. Pero Don Oscar, con un último esfuerzo, logró decir: "Nooooooo," con voz desesperada. Jorge, más sereno que ninguno de nosotros, nos ordenó que no lo tocáramos y que fuéramos a buscar ayuda, sin perder tiempo. No había espacio para el miedo ni para las dudas; esta vez no era un juego, y lo sabíamos. Con el corazón latiendo como un tambor en mis pequeños oídos, le grité a Evelyn que conocía al doctor que vivía cerca, mientras ella corría a buscar a su hermana mayor, que algo entendía de primeros auxilios porque trabajaba poniendo inyectables.
Recuerdo cómo mis piernas cortas corrían lo más rápido que podían hacia la casa del doctor, que también era mi pediatra y a quien conocía bien por las veces que había tratado a mi hermanito recién nacido. Cuando llegué, jadeante y con la cara roja, el doctor entendió la urgencia en mis ojos antes de que siquiera pudiera explicarle. Me siguió sin dudarlo, y juntos volvimos a la bodega. Para entonces, ya había una señora del barrio tratando de asistir a Don Oscar, quien yacía en el suelo, pálido y débil. El doctor se arrodilló junto a él, lo examinó con esa calma que tienen los adultos cuando saben que los niños están mirando, y dijo: “Se ha descompensado, pero estará bien. Debería comer un chocolate”
Con una mezcla de alivio y orgullo, saqué el chocolate Sorrento que aún tenía en mi bolsillo y se lo ofrecí a Don Oscar. Lo aceptó con una sonrisa débil, y en ese momento sentí que nuestra Patrulla Salvadora había cumplido su misión más importante. No habíamos salvado chanchitos de tierra ni atrapado mariposas, sino que habíamos hecho algo mucho más grande. Esa noche, cuando le conté a mi papá lo que había pasado, él se quedó en silencio, visiblemente conmovido. Luego, me abrazó y me dijo que estaba orgulloso de mí, que había actuado con valentía.
Pero la infancia en las Torres de San Borja, por más mágica que fuera, no duraría para siempre. Poco a poco, nuestro paraíso fue cambiando. María Cristina se mudó con su familia a un departamento más cerca de su colegio, en la avenida San Luis. Jorge y Diego también se fueron al año siguiente, mudándose más cerca de La Inmaculada. Y aunque Evelyn seguía viviendo justo al frente, nuestra amistad se fue diluyendo con el tiempo, como el color de las flores rojas que solíamos arrancar de los arbustos.
La avenida Canadá, que había sido nuestro campo de juegos, se transformó en una vía importante, llena de autos y ruido. Los propietarios empezaron a poner rejas por todas partes, cercando los espacios donde solíamos correr y jugar. Lo que antes era un universo vasto y abierto se volvió una especie de prisión, donde era imposible jugar con la misma libertad. Las bodegas, que antes eran puntos de encuentro y de seguridad, comenzaron a atender detrás de barrotes, y el barrio se fue llenando de temores y desconfianza.
Recuerdo que, a los doce años, me robaron por primera vez en mi vida en uno de esos pasajes oscuros que solíamos explorar sin miedo. Fue un momento que marcó el final de mi infancia despreocupada. Mis padres decidieron que ya era suficiente y que debíamos mudarnos a un lugar más seguro. Nos fuimos a San Isidro, un distrito más tranquilo, menos bullicioso, con calles arboladas y un silencio que me costó aceptar al principio, pero que eventualmente aprendí a valorar.
En San Isidro, las noches eran diferentes. Ya no había gritos de niños jugando ni carcajadas que se perdían en el viento. Pero había una calma que, con el tiempo, supe agradecer. Y aunque mi corazón siempre guardará nostalgia por esos días de aventuras en las Torres de San Borja, entiendo que mis padres hicieron lo mejor que pudieron. Nos dieron seguridad, algo que no se puede medir hasta que uno mismo es padre.
A veces, pienso en mis hijos y me da un poco de pena que no puedan vivir esas aventuras al aire libre, esas tardes interminables de juegos y risas. Pero también sé que cada generación encuentra su propia manera de jugar, de explorar y de crear recuerdos. Y aunque las Torres de San Borja hayan cambiado, y aunque el Callao de mi infancia sea solo una postal en mi memoria, estoy agradecido. Agradecido por esos años de juegos y por las amistades que marcaron mi corazón. Agradecido por la magia de una infancia que, aunque ya no exista, siempre estará viva en mis recuerdos, en cada flor roja que vea, en cada chocolate Sorrento que coma y en cada juego que juegue con mis hijos, intentando pasarles un poco de ese disfrute que me hizo quien soy hoy.
Comentarios