LAS BODAS DE CANÁ


La boda de Alejandro y Lucía en 2023 fue un evento tan elegante como nostálgico. Para Daniel, estar allí tenía un sabor peculiar. Los casados, sus amigos de la natación, habían sido novios desde los trece años. Ahora, a los treinta y cinco, finalmente se casaban, rodeados de familiares y amigos, con sus dos hijos pequeños correteando por el salón. Era como presenciar el cierre de un ciclo y el comienzo de otro, un logro digno de una historia de amor de antaño, que parecía casi improbable en un mundo tan fugaz como el actual.

Daniel observaba la escena con una mezcla de nostalgia y admiración. Alejandro y Lucía habían transformado el jardín de aquella casona barranquina en un espacio de ensueño, una joya arquitectónica ubicada en la avenida más arbolada de Barranco, en Lima. Todo brillaba: las luces colgantes que parecían estrellas, la decoración cuidada hasta el más mínimo detalle y el aire elegante que envolvía la noche. Era evidente que aquella boda había sido planeada con el mismo esmero que una obra de arte, y Daniel no podía dejar de admirar el resultado.

Alejandro y Lucía eran amigos de Daniel desde los días en que iban juntos al club a nadar, un recuerdo casi borroso en el que aún quedaban flotando risas, carreras y chapoteos. Tenían apenas trece años cuando comenzaron a salir, y Daniel había sido testigo de ese primer beso furtivo en el cine, durante uno de esos jueves de 2x1en que salian en grupo luego del entrenamiento. La imagen de sus manos entrelazadas, la timidez de sus sonrisas y la emoción de ese primer amor era algo que había guardado en su memoria como un recuerdo ajeno y bello. Ahora, después de años de estar juntos, finalmente habían decidido casarse.

Había en ellos una paz, una alegría compartida que Daniel envidiaba, no con rencor, sino con una especie de tristeza suave. Observaba a los recién casados como quien ve algo que sabe que nunca tendrá, una combinación de complicidad y cariño construida a lo largo de años, con sus altibajos, sus separaciones largas y reconciliaciones, pero siempre encontrándose al final. Sus vidas parecían completarse el uno al otro, y esa noche era una celebración de todo lo que habían vivido y construido juntos.

Cuando Daniel llegó a su mesa, encontró una pequeña etiqueta que lo hizo sonreír con ironía: "Mesa de Solteros". Aquellos a quienes el protocolo había asignado la categoría de “sin acompañante”, casi como si fuera un recordatorio de su soledad en medio de la celebración del amor. No era el único en la mesa; junto a él había un grupo variopinto de invitados solitarios, cada uno con su historia y su propio desencuentro amoroso. Daniel se resignó, con la certeza de que aquella sería una noche de conversación educada, de charlas triviales y sonrisas de cortesía.

—¿Qué, no te gusta estar en la mesa de los descartados? —dijo una voz a su lado.

Al volverse, Daniel se encontró con una mujer de cabello negro, largo y brillante, con un vestido color bordeaux que destacaba su figura. Su sonrisa era tan luminosa como irónica, y en su mirada había una chispa de travesura que lo intrigó.

—Me encanta —respondió él, tratando de seguirle el juego —Es la mejor mesa.

Ella sonrió y saludó. —Marina.

—Daniel —respondió, estrechando su mano con una leve sonrisa.

De inmediato, notó que Marina hablaba con seguridad, con la voz un poco alta, tenía una presencia envolvente, de esas personas que parecen dominar cada situación con facilidad. Mientras el vino circulaba por la mesa y los solteros miraban de reojo hacia las parejas que bailaban, Daniel y Marina intercambiaban historias ligeras sobre cómo habían llegado allí. Descubrieron que ambos habían llegado solos, sin saber realmente qué esperar de la noche. Daniel habia sido invitado a ultimo minuto cuando sus amigos supieron que se quedaba a vivir en Lima. Al hablar de los novios, Daniel se permitió recordar en voz alta cómo había presenciado el primer beso entre Alejandro y Lucía en el cine. Esa nostalgia compartida los hizo reír, y Marina comentó cómo le resultaba entrañable ver a una pareja que había comenzado tan joven y ahora se casaba después de tantos años.

Hablaron de sus vidas profesionales; ella es ingeniera, pero había descubierto después de años que no le gustaba. Entre risas, le confesó que ahora le costaba mucho imaginarse haciendo otra cosa. Daniel le contó un poco de su trabajo, de los proyectos que lo mantenían despierto por las noches. Fue entonces cuando descubrieron que ella había estudiado en la Universidad Católica y, durante su infancia, en el Liceo Francés, el mismo colegio al que iban sus hijos. Esa coincidencia les dio pie para hablar sobre el sistema educativo, las amistades de la infancia que se quedaban o se perdían, y el curioso placer de encontrar conexiones inesperadas entre sus vidas.

—Es raro, ¿no? Cómo a veces parece que todos llevamos caminos tan separados y, de pronto, te das cuenta de que Lima es un pañuelo —dijo Daniel, observando el brillo en los ojos de Marina.

—Sí, como si de alguna manera el mundo nos pusiera en contacto cuando menos lo esperábamos —respondió ella, y tras un breve silencio, añadió—. O cuando más lo necesitamos, supongo.

Marina, con una franqueza inesperada, le contó entonces que había estado en una relación durante diez años, una historia que creía definitiva hasta que un día se dio cuenta de que simplemente no daba más.

—Creo que me entregué tanto que, al final, dejé de ser yo —confesó, con una sonrisa que intentaba disimular la tristeza en su voz.

Daniel la escuchaba con una empatía callada, viendo en ella una historia que, de alguna forma, resonaba en la suya. Marina le preguntó sobre su vida, y él, sin entrar en detalles, le compartió los tropiezos y giros inesperados que había experimentado en los últimos años entre París y Lima. Hablaron de lo efímero de las relaciones, de las decepciones, de las ilusiones que se desvanecen y de cómo, al final, cada uno queda con las heridas y los recuerdos.

Ambos se reían de haber sido relegados a la mesa de solteros, como si fueran los únicos que no tenían algo que celebrar esa noche. Pero, mientras avanzaba la velada y el vino comenzaba a hacer efecto, empezaron a sentirse cómodos, a reírse más fuerte y a dejar que las formalidades se desvanecieran. En algún punto de la conversación, y en el colmo del mal gusto, hablaron un rato en francés, un guiño compartido a sus días en el Liceo y una excusa para sumergirse en una burbuja propia, lejos del ruido de la fiesta. La charla fluía con una naturalidad extraña, como si se conocieran de toda la vida. Hablaron de sus amigos en común, de los recién casados y de las anécdotas de su infancia. Marina le confesó que no era muy cercana a Alejandro, pero que Lucía había sido una especie de amiga de siempre, alguien a quien admiraba y respetaba.

—Es raro, ¿no? Alejandro y Lucía juntos desde los trece años —dijo Daniel, observando a los novios mientras bailaban—. Estaba seguro de que se casarían algún día, aunque hayan tardado un poco.

—Debe ser lindo tener esa certeza de que alguien estará ahí, pase lo que pase —respondió Marina, con un tono melancólico.

La música cambió y comenzó a sonar una salsa. Marina le lanzó una mirada traviesa y lo retó con una sonrisa. Daniel, sin pensarlo mucho, aceptó. Bailaron como si el resto de los invitados no existiera, dejándose llevar por el ritmo, por la complicidad que parecía surgir de la nada. Después de la salsa vino el merengue, y después el reguetón, y, en algún punto, sus cuerpos se acercaron lo suficiente para que sus alientos se mezclaran. Fue uno de esos momentos en que la vida se alinea para crear un instante de magia. Sentir sus labios, su calidez, su suavidad, fue como si el tiempo se detuviera. Durante ese breve momento, no existían los tropiezos, las relaciones fallidas ni las mesas de solteros. Solo estaban ellos dos, compartiendo un beso en medio de una boda que no era la suya.

Justo en ese momento, como si fuera parte de una coreografía ensayada, los novios se acercaron a la mesa de los solteros para saludar y tomarse las fotos respectivas. Alejandro y Lucía llegaron riendo, irradiando complicidad.

—¡La mesa de los solteros, haciendo de las suyas! —bromeó Alejandro con ese acento norteño que lo hacía adorable.

Marina y Daniel, todavía un poco abrumados, se separaron discretamente y posaron para la cámara con sonrisas cómplices. Daniel trató de concentrarse en la foto, pero su mente estaba atrapada en el momento que acababa de vivir, en el sabor de los labios de Marina y en la sensación de que algo especial acababa de suceder.

Cuando la sesión de fotos terminó y los novios se alejaron para continuar saludando a los invitados, Daniel se volvió hacia Marina, pero ella tenía una noticia que lo desconcertó.

—Tengo que irme —dijo, casi en un susurro, mientras sonreía.

—¿Irte? Pero… ¿tan temprano? —preguntó Daniel, intentando disimular la sorpresa y la decepción.

—Sí, ya me vinieron a recoger —respondió, con esa sonrisa que intentaba ser amable

Daniel quiso detenerla, pedirle su contacto, su número, cualquier cosa que le permitiera volver a verla, pero ella se despidió rápidamente, y antes de que él pudiera reaccionar, Marina desapareció entre la multitud.

Se quedó ahí, viendo cómo se iba, sin entender del todo lo que acababa de pasar. Había algo en ella, una chispa, una intensidad que lo había atrapado, y ahora que se había ido, sentía una especie de vacío. La noche continuó, y mientras el cielo comenzaba a estar más claro, Daniel se encontró conversando con otros amigos, recordando viejos tiempos, riendo de anécdotas pasadas. Pero no podía dejar de pensar en Marina, en la facilidad con la que había aparecido en su vida, se había convertido en una chispa de magia, y luego había desaparecido, como un destello fugaz.

Era ya de mañana, y las luces de la casona seguían encendidas, arrojando una claridad agotada sobre el jardín desordenado, sobre las copas vacías y los restos de una noche que se había vuelto un poco amarga. Daniel caminaba por la avenida Pedro de Osma con las manos en los bolsillos y un nudo en el estómago. ¿Preguntarle a Lucía por ella? Podría hacerlo. Pero en el fondo sabía que no cambiaría nada. Marina se había ido, así como su imagen se desvanecería inevitablemente con el paso de los días.

Mientras avanzaba, un aire frío lo hizo pararse un momento. No era lo mismo llegar hasta el final que ir hasta el infinito, tal vez todo quedaría ahí, en esa zona indefinida, ese espacio a medias, una historia que en su brevedad se volvía más oscura y más real. Sentía que la incertidumbre, esa sensación de no saber qué hubiera podido ser, era lo único que le quedaba.

Las luces de la calle se apagaban poco a poco, y, con ellas, el eco de la risa de Marina. Daniel siguió caminando hacia la plaza para tomar un taxi, ahora con una mueca casi resignada, sabiendo que el mundo estaba lleno de noches como esa: encuentros fugaces que terminan antes de empezar, finales que no encuentran su desenlace.

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