SHOWCERO
Era viernes por la noche, y Daniel regresaba a su casa, como siempre, directo a su departamento en Montparnasse. No estaba bien, y lo sabía. No era esa tristeza pasajera que se cura con una charla casual o un episodio de alguna serie cómica. Era una nube espesa, opaca y aplastante, como si un elefante le hubiera estacionado las nalgas sobre el pecho. Su rutina era un túnel sin salida, y ese día, como tantos otros, la caminaba en piloto automático.
Extrañaba a sus hijos. Los extrañaba tanto que cada recuerdo se sentía como un cuchillo. Extrañaba sus risas, sus gritos desordenados que llenaban de vida cualquier espacio. Extrañaba los abrazos de su hijo mayor, esos que lo hacían sentir que todo iba a estar bien, aunque fuera mentira. Ahora, su departamento era un mausoleo donde el eco del silencio le devolvía una y otra vez su soledad. Ese viernes en particular, todo parecía más pesado, más definitivo. No sabía cómo se sentían los suicidas justo antes de dar el salto, pero sospechaba que debía ser algo parecido.
Al salir del metro, perdido en su propio abismo, algo interrumpió su rutina de tristeza. Dos mujeres, una mayor y otra más joven, estaban paradas junto a los andenes. Había algo en su lenguaje corporal, en la manera en que miraban a su alrededor, que las delataba: estaban perdidas. Daniel se detuvo, no tanto por altruismo, sino porque cualquier excusa para retrasar su regreso a casa era bienvenida.
Se acercó, con la timidez propia de quien no sabe muy bien cómo abordar una situación inesperada.
—¿Están bien? —preguntó, como si de verdad le importara.
La mayor, una mujer de rostro amable pero tenso, pareció aliviada al escucharlo hablar en español. Con gestos nerviosos, le explicó que buscaban su hotel, pero no sabían por cuál salida del metro debían ir. La joven, que a todas luces era su hija, lo observaba con cautela, evaluando si era un buen samaritano o simplemente otro parisino impaciente.
—¿Puedo ver la reserva? —dijo Daniel, y con ese gesto sencillo, el hielo se rompió.
El hotel estaba a pocos pasos de su departamento. Daniel, con más paciencia de la que solía dedicarle a sí mismo, les indicó por dónde salir y les dio algunos consejos para la zona. La madre, agradecida, sonrió con calidez y le preguntó su nombre.
—Daniel —respondió, con esa voz que solo usan los que no esperan nada de la vida.
—Yo soy Berta, y ella es Natalia —dijo la mujer, señalando a su hija.
Cuando ya se despedía, listo para hundirse en el abismo de su soledad, la voz de Berta lo detuvo.
—¿No te gustaría cenar con nosotras mañana? Como agradecimiento.
Daniel titubeó. No estaba acostumbrado a invitaciones espontáneas. Su vida era un calendario rígido de trabajo y melancolía. Pero cualquier cosa era mejor que quedarse solo en su departamento, escuchando el eco de sus pensamientos.
—Claro, me encantaría —respondió, sorprendido de su propia audacia.
Al día siguiente, se encontraron en un restaurante pequeño y acogedor que Daniel frecuentaba. Las mesas de madera, la iluminación cálida, el aroma de la comida recién hecha: todo conspiraba para que el mundo pareciera menos cruel por unas horas. Berta era la anfitriona perfecta, con ese carisma de mujer que ha lidiado con todo en la vida y aún encuentra motivos para reír. Natalia, en cambio, era más reservada, pero había algo en su mirada, algo limpio y curioso, que hacía que Daniel se sintiera un poco menos invisible.
Durante la cena, Daniel intentó mantener la fachada. Lanzaba chistes torpes y hablaba de trivialidades, como si pudiera esconder su desorden interno detrás de una sonrisa. Pero no duró mucho. En un momento, como quien no puede contener más el agua en una represa rota, empezó a hablar. Les contó de sus hijos, de la separación, de la soledad que lo consumía. Las palabras salieron atropelladas, desordenadas, como si hubieran estado esperando demasiado tiempo para escapar.
Berta, con ese instinto maternal que no conoce fronteras, se levantó y lo abrazó sin decir una palabra. Natalia, aunque más cautelosa, también puso una mano en su hombro. Daniel no necesitaba más. Por primera vez en mucho tiempo, se sintió acompañado, escuchado.
La conversación cambió después de eso. Berta empezó a contar anécdotas de su negocio de ropa interior en Bogotá, y Natalia, animada por la ligereza de su madre, compartió historias de su vida universitaria. Hablaron de París, de Bogotá, de Lima, una ciudad que Daniel conocía bien y que Berta y Natalia visitaban a menudo por trabajo. La conexión fue tan natural que parecía que se conocían de toda la vida.
Cuando miraron el reloj, eran las once de la noche. Berta pagó la cuenta sin darle oportunidad a Daniel de ofrecerse. Pero antes de que pudiera despedirse, Natalia lo miró con esa mezcla de timidez y decisión que lo desarmaba.
—¿Sabes de algún lugar para tomar algo?
Daniel señaló hacia el Boulevard Edgar Quinet, donde las luces y las terrazas brillaban en la distancia.
—¿Por qué no le pides a Daniel que te acompañe? —sugirió Berta, con una sonrisa que decía más de lo que debía.
Natalia lo miró, y Daniel, sin pensarlo demasiado, dijo que sí. Porque a veces, las invitaciones inesperadas son las que salvan.
Caminaron juntos hasta el pequeño hotel donde se hospedaban Berta y Natalia. La noche parisina tenía ese encanto melancólico que parecía encajar perfectamente con el ánimo de Daniel: calles empedradas, farolas amarillentas, y el susurro de conversaciones lejanas. Frente a la puerta del hotel, Berta los despidió con un “pásenla bien” que sonaba más a una bendición que a una recomendación. Natalia la abrazó brevemente, y luego, con una sonrisa, se volvió hacia Daniel.
El Boulevard Edgar Quinet no estaba lejos, pero el breve trayecto se sintió como un preludio. Hablaban de cosas simples: el clima, el metro, los turistas que parecían multiplicarse en verano. Pero detrás de esas palabras había algo más, una corriente silenciosa que los empujaba sin que ellos lo notaran.
Llegaron a un bar con terraza. Daniel pidió una cerveza; Natalia, un spritz. “Desde Venecia no pido otra cosa”, dijo ella, riendo, como si Venecia fuera un lugar habitual para ella y no un destino fugaz. Daniel la miró mientras hablaba, iluminada por las luces de neón del lugar. Era alta, delgada, con unos labios que parecían esculpidos y una sonrisa que iluminaba todo a su alrededor. Pero más que su belleza, era su manera de mirar. Había algo en sus ojos que desarmaba, una mezcla de curiosidad y empatía que hacía que Daniel quisiera contarle todo, absolutamente todo.
—Entonces, ¿psicóloga, eh? —preguntó Daniel, como si intentara parecer casual.
Natalia asintió, jugando con la pajilla de su bebida. Le contó que había terminado la carrera recientemente, pero que no estaba segura de querer dedicarse a ello. Por ahora trabajaba en la empresa de su madre, pero sentía que algo le faltaba.
—Es difícil, ¿sabes? Crecer con padres separados. Siempre te queda esa sensación de que algo en ti también está roto —dijo de repente, mirando su vaso como si en él estuviera la respuesta.
Daniel asintió, como si esa confesión lo incluyera a él también. Hablaron de eso, de lo complicado que era encontrar un camino propio cuando las expectativas de los demás parecían más importantes que las propias. Natalia escuchaba atentamente, y Daniel, que al principio intentaba aconsejarla como si fuera su hermano mayor o un tío joven, comenzó a hablar con una sinceridad que lo sorprendió incluso a él.
Natalia resultó ser una experta en las alineaciones de las selecciones de Perú y Colombia. “¿James o Cueva?” le preguntó, y Daniel casi se atraganta con su cerveza al escucharla.
—Usted es un showcero —gritó Natalia mientras reía con ese acento que todo lo alarga para volverlo mas bonito.
Hablaron de fútbol, de París, de Lima, de cómo la primera vez que Natalia había visitado París solo había estado dos días y se había prometido volver. La conversación era fluida, casi hipnótica. Las horas pasaron sin que se dieran cuenta. Cuando Daniel miró su reloj, eran las tres de la madrugada.
—Es hora de descansar —dijo, con una mezcla de sorpresa y cansancio.
Natalia intentó pedir la cuenta, pero Daniel, en un gesto rápido, se adelantó. “La próxima es tuya”, le dijo, como si estuviera asegurándose de que habría una próxima vez. Natalia rió, y juntos comenzaron a caminar hacia el hotel.
Cuando llegaron, el pequeño hotel estaba cerrado. Las luces del vestíbulo seguían encendidas, pero el guardián parecía haber desaparecido. Natalia tocó la puerta, llamó por WhatsApp a su madre y esperó. Daniel, a su lado, guardaba silencio, sintiendo la incomodidad crecer. Entonces, como si el universo quisiera hacer todo aún más complicado, empezó a llover. No una llovizna romántica, sino un aguacero furioso, el tipo de lluvia que en París puede convertir cualquier noche en una tragedia.
—Creo que nadie va a abrir —dijo Daniel, intentando que su voz sonara tranquila—. Si quieres, podemos esperar un rato en mi casa hasta que esto pase. Sin presiones.
Natalia lo miró, evaluándolo, y al final asintió. No era una decisión fácil, pero la alternativa era quedarse bajo la lluvia, temblando de frío. Caminaron bajo el diluvio, empapados y riendo de lo absurdo de la situación. Cuando llegaron al departamento de Daniel, parecían haber llegado nadando.
Daniel le ofreció ropa seca, y Natalia aceptó sin dudar. Cuando regresó al salón, envuelta en un suéter de él que le quedaba enorme y unos pantalones de algodón, Daniel estaba en la cocina, preparando café.
—Es peruano —dijo, con una sonrisa—. El mejor del mundo.
—Sobre el café sí soy capaz de pelear —respondió Natalia, con ese acento colombiano que convertía cualquier frase en música.
Mientras el café pasaba, se sentaron juntos frente a la ventana. Desde ahí se veía el jardín del edificio y, más allá, la cúpula dorada de Les Invalides, que brillaba tenuemente bajo las luces de la calle. Era un marco perfecto, casi irreal. Hablaron un poco más, pero las palabras comenzaron a ser innecesarias. Se miraron, y entonces ocurrió. Fue un beso lento, suave, como si el tiempo se hubiera detenido. Duró más de lo que ambos esperaban, y cuando se separaron, París parecía un lugar un poco menos terrible.
Al amanecer, Natalia vio las llamadas perdidas de su madre. Se vistieron rápidamente, y Daniel, siempre atento, bajó a la panadería de la esquina para comprar croissants y pain au chocolat. Caminaron juntos hacia el hotel, hablando poco, como si quisieran prolongar el momento en silencio. Al llegar, Natalia lo abrazó en la puerta.
—Gracias por todo —dijo, y su sonrisa era suficiente para borrar cualquier duda.
Daniel la vio entrar, y luego se quedó parado en la calle, viendo cómo París despertaba. Nunca tomaron el café peruano, pero Daniel sabía que esa noche, de alguna manera, había cambiado algo. Y por primera vez en mucho tiempo, sintió que eso era suficiente.
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