INMORTALES
Daniel llegó a Lima con la cabeza llena de ruidos. Había pasado menos de una semana en París, resolviendo asuntos administrativos que lo obligaban a volver a una ciudad que ya no era suya. Fueron días pesados de mucho trabajo fisico, días de una tristeza conocida, esa que aparece cuando la distancia con los hijos no es solo geográfica sino también emocional. Su ex se había negado a que hablara con ellos durante su viaje, y en la soledad de su dormitorio sintió, una vez más, que la paternidad puede ser una condena cuando el amor está secuestrado por el rencor.
Pero ahora estaba de vuelta, y esa misma noche tenía el matrimonio de Hugo.
Hugo, su amigo de la natación. Hugo, el médico brillante, el tipo que siempre lo motivaba a nadar más rápido, a no quejarse, a meterle más huevos a la vida y sobretodo a no rendirse en el naufragio emocional que Daniel habia estado viviendo los ultimos meses. Hugo, que ahora se casaba con María, una chica venezolana de 29 años, porque en el amor no había razones para esperar, porque la muerte no da prórrogas, porque el tiempo ya no era suyo.
Hugo es especial, era imposible mirarlo y no recordar las madrugadas en la piscina, cuando la neblina todavía cubría el agua y la vida era un océano sin urgencias. Tenía una forma particular de motivar: nunca con discursos solemnes ni frases inspiradoras, sino con empujones, con retos disfrazados de bromas. “Si no bajas tu tiempo hoy, ni te acerques a hablarme”, decía, y uno terminaba nadando más rápido solo para que no lo jodiera. Hugo era así, un tipo que no se dejaba ganar, que no aceptaba excusas. Y ahora, cuando la vida le había puesto el peor de los límites, él la estaba desafiando con la única herramienta que tenía, el amor.
—¡Va a ser niño, carajo! —gritó Hugo en cuanto lo vio entrar al salón, señalando con orgullo la barriga incipiente de María—. Y se va a llamar Daniel!
Dicho así, como si fuera el anuncio de un gol en una final, con esa euforia sin fisuras, con esa alegría que no sabía de sombras. Daniel sonrió con algo de pudor, con algo de orgullo, con algo de tristeza, hizo un esfuerzo agudo en la garganta para no llorar como un niño. ¿Cómo se responde a algo así? ¿Cómo no sentir que ese nombre era tanto un honor como una despedida anticipada?
Alguien le pasó una copa de champagne y brindaron. Hugo bebió como si el tiempo no existiera, como si en su interior no cargara la certeza de una cuenta regresiva. María, de pie a su lado, lo miraba con una mezcla de amor y resignación.
Fue una boda extraña, pero luminosa. No había demasiada gente, apenas los que importaban. Amigos de su colegio, de la natación, algunos médicos, un par de gringos que habían venido desde Nueva York, de cuando Hugo hizo su maestría. No era una celebración ruidosa ni multitudinaria, sino una reunión de los que lo habían visto en cada una de sus etapas, los que sabían que este no era solo un matrimonio, sino también una especie de despedida.
Y luego estaba la familia de Hugo. Su madre, su padre, sus hermanas. Sonreían, hablaban, brindaban, pero en los ojos llevaban un cansancio sordo, una fatiga imposible de disimular. El duelo había empezado mucho antes de la muerte.Lo veía en la manera en que su madre le acomodaba el saco como si quisiera protegerlo de lo inevitable, en la forma en que su padre mantenía los labios apretados cada vez que alguien le decía “felicidades”.
—Cuando alguien se enferma, toda la familia se enferma —dijo la hermana de Hugo en un momento de su discurso, mientras sostenía una copa sin demasiado entusiasmo.
Daniel no supo qué pensar. Porque era cierto. Porque lo había visto en otras familias, en amigos, en él mismo. La enfermedad es un naufragio colectivo. No solo se hunde el que está enfermo, sino todos los que lo aman. Y sin embargo, esa noche, la muerte parecía un rumor lejano, algo que no entraba en la música, ni en las carcajadas, ni en los abrazos.
Por un instante, Daniel sintió que Hugo lo había logrado: había hecho que esa noche no fuera sobre el final, sino sobre el presente. Que no fuera sobre la tristeza, sino sobre el amor.
Pero Hugo reía, bailaba y besaba a María con una intensidad que solo tienen los que saben que el tiempo se les escurre. Se movía por la pista con una energía que parecía prestada de otra época, con la risa siempre a punto de explotar, con la copa siempre en alto. Era el único hombre en esa sala que no estaba pensando en el futuro.
En algún momento, entre canción y canción, se acercó a Daniel, lo agarró del hombro con esa fuerza que siempre había tenido y le dijo con una sonrisa de medio lado, como si hablara de un chiste que no terminaba de entender:
—Hermano, nadie sabe cuántos días le quedan, pero al menos yo tengo la ventaja de saber que no tengo tiempo para huevadas.
Daniel se rió porque Hugo lo decía con naturalidad, como si se estuviera refiriendo a la última jugada de un partido de fútbol, pero sintió una opresión en el pecho que no se iba. Pensó en lo injusto de todo. Pensó en lo absurdo que era que alguien como Hugo, un tipo que había pasado su vida salvando a otros, tuviera que ser víctima de una enfermedad sin cura. Pensó en la ironía de que la vida le diera un hijo y, al mismo tiempo, le quitara el futuro.
María, con su vestido sencillo y su acento cálido, apareció a su lado y tomó la mano de Hugo. No dijo nada. Solo le acarició el rostro con una ternura que partía el alma, como si con ese gesto le estuviera asegurando que, aunque él se fuera, ella seguiría allí, sosteniéndolo todo.
—Me va a hacer papá y me va a hacer marido, todo en el mismo año —dijo Hugo, levantando la copa—. Y me va a hacer inmortal.
Hubo un brindis. Hubo aplausos. Hubo un silencio denso, lleno de emoción contenida, de amor, de miedo, de despedidas que nadie se atrevía a pronunciar.
Cuando la fiesta empezó a apagarse y los invitados se dispersaron en pequeños grupos, Hugo se sentó en un rincón del salón, con la mirada perdida en la pista de baile. María estaba al otro lado de la sala, sonriendo, acariciándose la barriga con esa ternura instintiva de las mujeres que están a punto de ser madres. Hugo la miraba con un amor que dolía.
—Hermano, qué linda noche, ¿no? —dijo, sin voltear a ver a Daniel.
Daniel asintió. Pero notó algo distinto en su voz. No era la euforia de hace unas horas, ni la risa desafiante con la que había encarado a todos. Había un matiz distinto, un desgaste sutil, como si de repente la fuerza se le hubiera ido por un instante.
Hugo giró la copa en su mano, miró el líquido con la seriedad de quien observa algo que está a punto de terminarse. Entonces, sin previo aviso, lo dijo:
—Tengo miedo, Dani.
No hubo dramatismo en sus palabras. No hubo lágrimas, ni suspiros profundos, ni temblores en la voz. Solo una confesión dicha en el tono exacto de quien nunca admite estas cosas.
Daniel se quedó quieto. Sentía que cualquier cosa que dijera sería una estupidez. No había respuestas correctas para lo inevitable.
—¿A qué le tienes miedo? —preguntó tontamente.
Hugo se rió, pero era una risa hueca, como si estuviera probando si todavía podía hacerlo.
—A lo obvio, hermano. A lo que se viene. Pero no por mí. —Bebió un sorbo de su copa y miró de nuevo a María—. Por ella. Por mi hijo. Voy a dejarla sola con un bebé, Dani. Y eso me jode más que la muerte o que esta enfermedad de mierda.
Daniel sintió que algo se le rompía en el pecho. Era la primera vez que Hugo hablaba del futuro en tiempo pasado.
—¿Sabes qué es lo peor? —continuó Hugo, con los ojos clavados en la nada—. Que voy a ser una historia para mi hijo. Voy a ser fotos, videos, anécdotas que la gente contará en reuniones. Pero no voy a estar ahí cuando me necesite. No voy a enseñarle a nadar. No voy a enseñarle a cagarse en la vida cuando sea necesario. No voy a estar. Punto.
Daniel tragó saliva. De todas las versiones de Hugo que conocía, esta era la que más le dolía ver. No la de la enfermedad. No la de la valentía forzada. Sino la del hombre que sabía que iba a ser reemplazado por el recuerdo.
Hubo un silencio pesado entre los dos. Daniel vio cómo Hugo apretaba la mandíbula, como si quisiera tragarse la tristeza antes de que alguien más la notara.
—Por eso quiero que se llame Daniel —dijo al final, con una sonrisa cansada—. Para que tenga un buen amigo, así como yo te tengo a ti.
Daniel no supo qué decir. Así que hizo lo único que podía hacer. Le pasó la copa de vino, y brindaron en silencio.
Daniel sintió un nudo en la garganta que no se fue en toda la noche. Salió un momento a tomar aire. Desde ahí vio todo con una claridad hiriente. Vio a Hugo bailando con su madre, una mujer de manos pequeñas y mirada triste, como si en cada giro intentara sostenerlo un poco más en la vida. Vio a María riendo con las amigas de su esposo, tocándose la barriga como si su hijo ya pudiera sentir el amor que lo esperaba. Vio a los amigos de natación abrazados en una complicidad silenciosa, como si en ese instante todos entendieran que esta era la última vez que estarían juntos de esa forma, con Hugo en el centro de todo.
Pensó en cómo, a veces, la vida tiene maneras extrañas de enseñarnos a valorar lo que damos por sentado. La salud, la amistad, el tiempo. Pensó en todas las veces en las que se había quejado por cosas pequeñas, sin darse cuenta de lo frágil que era todo. Hugo no tenía miedo. O si lo tenía, lo estaba derrotando a carcajadas. Lo que tenía era una claridad feroz. No estaba llorando su destino; estaba apurando cada minuto, como quien sabe que lo que importa no es cuánto se vive, sino cómo se vive.
Daniel quiso aprender algo de esa valentía. Quiso dejar de darle tantas vueltas a su propia tristeza. Pensó en sus propios miedos, en lo que lo había traído hasta ahí, en los días que había desperdiciado entre culpas y resentimientos inútiles. Se prometió, en ese instante, que esa noche sería una celebración y no un velorio anticipado.
Se acabó el matrimonio, pero la fiesta siguió. Hugo bailó hasta que el cuerpo le dijo basta. María se fue a descansar y él se quedó con los amigos más cercanos. Hablaron de todo y de nada. Volvieron a los recuerdos de la natación, de los torneos, de las madrugadas en la piscina helada, de las bromas que solo ellos entendían. Brindaron una y otra vez, no porque quisieran olvidar, sino porque querían recordar. Querían que esa noche, con su alegría feroz, con su amor sin miedo, se quedara en la memoria de todos como el último acto de un hombre que decidió vivir hasta el último segundo.
Cuando el amanecer empezó a pintar el cielo de un azul pálido, Hugo se apoyó en una pared y respiró hondo. Miró a sus amigos, a Daniel. Sabía que la fiesta terminaba, que la resaca del día siguiente iba a ser más dura que de costumbre.
—Mierda, qué linda noche —dijo, con una sonrisa cansada pero sincera.
Y Daniel, con la voz un poco ronca, le respondió:
—Sí, hermano. La mejor.
En algún momento, Hugo se quedó en silencio, mirando su copa vacía.
—¿Tú qué crees, Dani? ¿Quién va a contarle a mi hijo cómo era su viejo?
Daniel no supo qué responder. Sintió un peso en la garganta.
—Todos, Hugo —dijo al final—. Pero sobre todo tú. Todavía tienes tiempo.
Hugo sonrió.
—Sí, pero quiero que lo hagas tú también. Quiero que le cuentes quién fui. Que le digas que su papá fue un tipo feliz.
Daniel asintió.
El aire de Lima se sentía pesado. La ciudad se sentía más grande, más fría. Pero esa noche, en esa fiesta, dentro de esa alegría frágil, la muerte no había ganado del todo.
Todavía no.
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