MI AMIGO PALESTINO
Tuve que viajar a Marsella en septiembre , en plena temporada de informes y entregas. Iba por trabajo, por un encargo técnico, por esas misiones que los arquitectos aceptamos sin imaginar que lo social, cuando se vuelve crudo, se nos puede clavar en la garganta como una espina. Marsella no es como París, donde la historia se exhibe con luces cálidas. Ni como Bordeaux, donde todo parece diseñado para ser elegante incluso en sus ruinas. No. Marsella es otra cosa. Es una ciudad que te llega como una bofetada a mar abierto. Un puerto que huele a sal, a grasa, a sudor y a pólvora. Un lugar que, más que construirse, parece haberse defendido de algo. Con sus rocas blancas al borde del Mediterráneo y su luz que lo revela todo sin filtros. Marsella me recuerda al Callao. No el Callao de las postales del centro histórico, sino el del barrio que aprendí a temer y a querer al mismo tiempo. Ese donde la gente vive al borde, donde se baila salsa con la misma intensidad con la que se guarda silencio ...