MI AMIGO PALESTINO




Tuve que viajar a Marsella en septiembre
, en plena temporada de informes y entregas. Iba por trabajo, por un encargo técnico, por esas misiones que los arquitectos aceptamos sin imaginar que lo social, cuando se vuelve crudo, se nos puede clavar en la garganta como una espina.

Marsella no es como París, donde la historia se exhibe con luces cálidas. Ni como Bordeaux, donde todo parece diseñado para ser elegante incluso en sus ruinas. No. Marsella es otra cosa. Es una ciudad que te llega como una bofetada a mar abierto. Un puerto que huele a sal, a grasa, a sudor y a pólvora. Un lugar que, más que construirse, parece haberse defendido de algo. Con sus rocas blancas al borde del Mediterráneo y su luz que lo revela todo sin filtros.

Marsella me recuerda al Callao. No el Callao de las postales del centro histórico, sino el del barrio que aprendí a temer y a querer al mismo tiempo. Ese donde la gente vive al borde, donde se baila salsa con la misma intensidad con la que se guarda silencio ante el peligro.

Me tocaba visitar la Cité de la Castellane. Un barrio del norte que en los papeles aparece como “área de intervención prioritaria”, pero que en la calle es simplemente un sitio al que no entras si no tienes un buen motivo. O un salvoconducto.

Zidane nació ahí, me dijeron. Como si la historia de un futbolista bastara para redimir décadas de olvido institucional. Como si una copa del mundo pudiera maquillar el olor del tráfico de drogas, de la violencia enquistada, del cemento que lo encierra todo. La Castellane es la hipermineralización de la vida urbana: torres de concreto, pasarelas oxidadas, escaleras mugrientas y basura desbordada. Un lugar que parece diseñado para encerrar, más que para habitar.

Apenas llegué a la Gare Saint-Charles, recordé lo que un colega me había advertido con media sonrisa y un tono de quien conoce los códigos del terreno:

—Pide un Uber hasta el borde de la cité. Luego, si quieres entrar sin caminar veinte minutos jugándotela, ofrécele 50 euros al chofer. Puede que acepte. Puede que no. Si no, buena suerte.

Seguí el ritual al pie de la letra. El Uber era un auto desgastado, con aire acondicionado que funcionaba a edia caña. Al volante, un joven de barba desordenada y mirada tensa. Condujo en silencio hasta que las calles comenzaron a perder los nombres y a llenarse de grafitis y ventanas selladas. Cuando ya estábamos cerca de la torre 12, me incliné hacia adelante y le extendí el billete.

—¿Puedes llevarme hasta adentro? —le dije en francés, sin mucha convicción.

Él miró el billete como si fuera una provocación.

—Too much money —murmuró, sacudiendo la cabeza.

Le dije que era para él. Que se lo quedara. Pero no me entendía. O no quería entenderme. Había una barrera invisible entre él y yo, hecha de idioma, de historia, de desconfianza.

Probé en inglés:

—It’s for you. For your family…

Entonces me miró. Por primera vez de verdad. Como quien busca señales de peligro en los ojos del otro. Como quien decide si puede bajar la guardia, solo un poco.
Tomó el billete. No con avidez, sino como si aceptara una carga más. Lo sostuvo unos segundos, lo miró, y luego se lo llevó al pecho, golpeándose suavemente. Como si eso le diera fuerza, o legitimidad, o perdón. Y dijo, casi en voz baja, como si no hablara conmigo, sino consigo mismo:

—Merci. But I will wait for you.

No sonó a gentileza. Sonó a resignación. A pacto forzado. A que ahora había un compromiso tácito, sellado por el dinero y por la mención a su familia. En esa frase no había confianza: había deber. No me estaba diciendo “tranquilo”. Me estaba diciendo: “Ahora tengo que quedarme.”

Y lo hizo. Giró el volante, cruzó los bloques y me dejó justo frente a la puerta de la sala comunal donde se iba a llevar a cabo la reunión de concertación. Dijo que me esperaría, sin preguntarme cuánto demoraría ni por qué iba ahí. Solo esperaría.

El edificio era una sala comunal deteriorada, con ventanas clausuradas y luces parpadeantes. Afuera, un par de guardias privados fumaban sin disimulo. Adentro, unas cuantas sillas mal alineadas, un micrófono que no funcionaba del todo y el alcalde del distrito, que llegó a repetir una frase ensayada “la renovación urbana es también una renovación del vínculo social” y se fue antes de que cayera el primer proyectil desde las torres.

Porque desde las torres caía de todo…

Botellas medio llenas, huesos de pollo ya roídos, tallarines rojos como si fueran dardos lanzados con desprecio, vasos de plástico con líquidos que nadie se atrevía a identificar. Algunos gritaban cosas ininteligibles. Otros solo observaban, desde lo alto, como si ese fuera su único acto de resistencia.

Yo terminé mi presentación como quien corre por una cornisa, esquivando no las preguntas, sino el miedo. Salí con el cuerpo tenso, con la camisa empapada, con la garganta seca. Afuera, lo vi. El mismo auto, el mismo chofer. Estaba apoyado en el capó, con los brazos cruzados, como si todo hubiera sido apenas una pausa. Me metí en el asiento trasero como quien huye de una escena de crimen, sin mirar atrás.

Afuera, el concreto seguía ardiendo.

—Where to now? —me preguntó, con esa voz suave que tienen los que ya han vivido demasiado.

—Al Vieux Port —le dije—. Necesito almorzar.

Él asintió. Condujo en silencio un par de cuadras, como si supiera que el cuerpo necesita tiempo para descomprimir el susto. Y luego, sin mirarme por el retrovisor, preguntó, con una mezcla de curiosidad y respeto:

—Why… you go… there?

Le conté. Le hablé del proyecto, de la concertación, de las ilusiones que uno pone en el papel y que luego se deshacen cuando tocan la realidad. Le expliqué —sin saber bien si lo entendía todo— que intentábamos reconstruir desde el diálogo. Que buscábamos dignificar desde el diseño. Que creíamos, aún con dudas, que la arquitectura podía servir para algo más que decorar las ciudades.

Parece una zona de guerra dije casi sin pensarlo…

Él no dijo nada. Esperó. Y cuando el semáforo cambió a verde, fue él quien habló.

—Como Palestina —dijo, como si no hiciera falta más.
—¿De allí vienes?
—Sí. Llegué en el 2023. Pasé por Túnez. Luego por Sicilia. Ahora estoy aquí. Juntando dinero.
—¿Para quedarte?
—No. Para irme.
—¿A dónde?
—A Estados Unidos.

Su voz era firme, pero los ojos no acompañaban. No entendía bien de dónde venía ese deseo. Qué podía haber en ese país que lo atrajera más que Europa. Le hablé de tiroteos, de desigualdad, de hospitales impagables. Me encogí de hombros. Pero él sonrió. Una sonrisa breve, de esas que no duran más de tres segundos pero contienen décadas.

—Mi hermano murió en Gaza. Tenía diecisiete. Una bomba. Lo enterramos sin cuerpo. Mi padre se volvió piedra. Mi madre... —hizo una pausa— mi madre aún sueña que está vivo. Mi hijo pequeño está conmigo, acá. Mi esposa también. Pero el mayor... está en Italia. Trabajando en lo que puede. Buscando.

No dije nada. No supe qué decir.

—La guerra nos sacó a todos —agregó, casi en un susurro—. Pero no nos quita las ganas de empezar otra vez, dijo sonriendo de lado y esta vez mirandme por el retrovisor.

Aquel chofer con mirada esquiva, aquel hombre que se negaba a aceptar 50 euros por miedo o por pudor, me había dado más que un viaje: me había mostrado un pedazo de mundo que duele, pero que no se rinde.

Se abrió, como lo hacen los que no tienen tiempo para fingir. Contó que había visto morir a su primo bajo un bombardeo, en plena calle, un jueves cualquiera. Que su infancia fue una sucesión de refugios improvisados, noches sin luz y mañanas donde el miedo no venía de monstruos imaginarios, sino de drones reales. “En Gaza —me dijo— uno aprende a contar los segundos entre el estruendo y el impacto¨. Como si la vida pudiera medirse en explosiones.

Me dijo que su madre aún le hablaba de flores. De las que cultivaba en una jardinera rota junto a la cocina. “No teníamos jardín —dijo—, pero ella insistía. Decía que si no podíamos tener flores reales, al menos que las tuviéramos en la cabeza.”

Y entonces entendí que su idea de paz no era la que sale en los tratados ni en las banderas. Para él, la paz era poder dormir una noche entera sin sobresaltos. Poder ver a sus hijos jugar. Poder sentarse a comer sin revisar antes si la ventana debía cerrarse. Me lo dijo sin victimismo, sin necesidad de provocar lástima. Como quien narra una escena doméstica más, con la voz baja y los ojos cansados.

Cuando llegamos al Vieux Port, antes de que yo bajara, se volvió hacia mí. Me ofreció su número de teléfono, casi con timidez. Como si entregar esos diez dígitos fuera darle mi llave a su mundo. Me lo dictó despacio, y yo lo anoté. No como quien apunta el contacto de un taxista, sino como quien anota el nombre de alguien que, sin saber cómo, ya se volvió parte de su historia.

—Text me when you want. I’ll be around —dijo, como quien deja una puerta entornada.

Desde entonces, nos escribimos de vez en cuando. A veces me manda fotos de su hijo con un globo rojo en la mano, otras veces me pregunta si aún estoy en París o si regresé a Lima. Se llama Ahmed.

Dice que soy su primer amigo francés. Yo le respondo, cada vez, que no soy francés, que soy peruano, que me parezco mas a él. Y él se ríe. Siempre se ríe. Como si el pasaporte fuera un detalle menor. Como si lo que importara, de verdad, fuera que alguien le habló con respeto. Que alguien se quedó a escucharlo sin prisa.

Hoy, cuando pienso en Marsella, no recuerdo solo el concreto, ni los huesos de pollo voladores, ni los discursos vacíos en salas comunales a medio llenar. Recuerdo a Ahmed. Su mano en el pecho. Su “Merci, but I will wait for you.” Y me acuerdo que, incluso en medio del miedo, de la rabia, de las ciudades que muerden y de los barrios que gritan, todavía es posible encontrarse. 

Reconocerse. No como enemigos. No como extranjeros.
Sino como humanos.

A veces basta eso: alguien que te espere sin tener por qué.

Y entonces, por un instante, la paz deja de ser una utopía y se vuelve posible.

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